Archivo por meses: abril 2008

Los días malos

«… Y mañana, cuando seas descolao mueble viejo
y no tengas esperanzas en tu pobre corazón…»
(Celedonio Flores – Mano a mano)

«Lo bueno de ser viejo es que no tienes mucho que perder»
(Sophie – Howl )
Es bastante fácil acusar a la civilización moderna de ignorar la vejez: un olvido y un temor que correrían parejos —en intensidad y significación—con otros: la muerte, la pobreza, el sufrimiento físico…
La casi inexistencia de ancianos en los medios, en la TV para empezar. El sentido casi exclusivamente peyorativo de la palabra viejo. La frase «Fulano está muy bien» para significar que alguien parece más joven de lo que es. Sobre todo, la lamentable escasez de caras viejas —esa reconfortante dignidad de las canas, de esas arrugas que dan, paradójicamente, idea de fuerza— no sólo en los medios sino también en la calle, en el colectivo.
Es fácil atacar al hombre moderno por este lado, burlarse de su incomodidad ante la ancianidad, y el miedo con que entrevé las miserias de la propia vejez futura… y hasta la visión simpática que está elaborando (sin prisa y sin pausa) hacia la eutanasia.
Y es fácil contraponer esto a lo que sería la visión tradicional: la vejez como última dignidad, el anciano respetado en la tribu, sabiduría y vejez a la par… etc.
Es fácil, probablemente frívolo, y acaso poco honesto. Porque (yendo de lo particular a lo general) uno no sabe —por experiencia— nada o casi nada del tema; porque no es muy claro cuán fuera puede uno situarse de esa modernidad criticada; y porque, al fin, la realidad siempre es más compleja que esos esquemas. Por suerte.

Recuerdo ahora la balada de Narayama, esa película sobre una tribu japonesa primitiva. Donde el alimento es la principal preocupación, el anciano es ante todo una boca inútil. En todo caso, la muestra de sabiduría que puede dar el viejo es reconocerlo y aceptar el viaje final, una especie de geriátrico natural (eutanasia incluida) que provee el mito tribal. Es lo que hace de buen grado la protagonista (avergonzada incluso de tener dentadura demasiada buena para su edad), librando a la tribu de la carga. Sus sabidurías, que se reducen al conocimiento de un remanso del río donde atrapar peces con la mano, las pasa antes a su nuera. Y ya está.
La crueldad de lo primitivo, diría uno, así de lejos. Tal vez la belleza. También podría decir alguno que ese primitivismo no representa lo que uno entiende por la «sociedad tradicional», sino que, al contrario: es de esas tinieblas que la civilización ha logrado salir, y que es a esas tinieblas donde la sociedad tecnológica moderna nos está llevando a recaer, bien que con otras máscaras míticas.
Yo no sé.

Entonces uno abre la Biblia, y se topa con esto:
Acuérdate de tu Creador en tus días mozos, mientras no vengan los días malos, y se echen encima años en que dirás: «No me agradan»

Ecl 12, 1
Caramba… como mirada de la vejez, no parece muy optimista que digamos.
(Y ya sé que podríamos encontrar otras, en el otro sentido. Pero ahora me gusta quedarme con esta, precisamente por lo que tiene de chocante.)

¿Qué diremos? En primer lugar, lo obvio: que la escritura acá no contradice el sentir del hombre común (no sólo moderno, pues), que mira a la vejez, en primer lugar, por su lado penoso. Todas las excelencias que puedan cantarse de la ancianidad tendrán su lugar, pero no es este. Estamos en el Eclesiastés, vamos.
¿Tenés miedo de que tu vejez vaya a ser desagrable? Pues… sí, muy probablemente lo será. No esperes consuelos mentidos por acá. Más bien ocupate de «acordarte de tu Creador», ahora, cuando sos joven y la estás pasando —relativamente— bien.

Ahora… ¿por qué? ¿Cuál es la lógica? ¿Es que cuando me lleguen los días malos de la vejez me será más difícil? ¿O porque entonces tendrá poco o ningún mérito? ¿O qué?

No resulta muy fácil explicarlo; aunque —dado que al leer este versículo uno cree entenderlo y asentir— el sentido debe ser más difícil de pasar en limpio que de intuir.
¿En la vejez es más difícil acercarse a Dios? Eso parece venir desmentido por las historias de conversiones tardías, o al menos de ablandamientos… «Cuando el diablo llega a viejo, se hace ermitaño», era un dicho para el caso, sarcasmo contra los arrestos espirituales de los que se veían con un pie del otro lado… sarcasmo fácil (del lado anticlerical, sobre todo), considerando que el convertido no tenía mucho que sacrificar: como comprar un seguro (¿contra el infierno?) a muy bajo precio. Y aunque estos sarcasmos son por lo general groseramente superficiales, algo de eso había, al parecer (hablo en pasado porque no estoy seguro de que el lugar común tenga vigencia; tal vez menos temor al infierno). Y puede tener que ver. O tal vez las conversiones tardías sean en verdad raras, acaso la vejez abunde más bien en el endurecimiento y la inercia espiritual. Y aun cuando la conversión tardía sea profunda y sincera, es de suponer que vendrá empañada por el hecho de no tener mucho que dar…

Considerando que la Escritura está hablando acá al joven, podría ser que el mensaje venga por este lado: no uses de tus años buenos como un capital a gastar, no imagines que basta con una adhesión teórica a Dios, como si pudieras al mismo tiempo creerte de su lado y usar de sus dones sólo para tu comodidad (o no usarlos). Hay un tiempo (y es este) para trabajar con los bienes de Dios como capital; y hay un tiempo (y será quizás aquel) para trabajar soportando los males y aprendiendo a morir. No te hagas ilusiones, no creas que podrás afrontar el otro tiempo si no haces lo tuyo en este. Sabemos que hay que invertir los talentos para incrementar los bienes; ahora, que el tesoro de que se habla no está en la tierra sino en los cielos, no significa que ese tesoro no lo necesites también para tu vida futura de acá. Aportes jubilatorios, en cierta manera.

Lo que sigue en el capítulo del Eclesiastés tiene una rara fuerza poética, a mi ver (a mi ver, digo, porque no frecuento demasiado el antiguo testamento). Y la pintura de los bienes terrestres frágiles, que se derrumban en la insignificancia y la vanidad, no me parece que pegue mal con lo anterior:
Acuérdate de tu Creador en tus días mozos, mientras no vengan los días malos, y se echen encima años en que dirás: «No me agradan»; mientras no se nublen el sol y la luz, la luna y las estrellas, y retornen las nubles tras la lluvia; cuando tiemblen los guardas de palacio y se doblen los guerreros, se paren las moledoras, por quedar pocas, se queden a oscuras las que miran por las ventanas, y se cierren las puertas de la calle, ahogándose el son del molino; cundo uno se levante al canto del pájaro, y se enmudezcan todas las canciones.
También la altura da recelo, y hay sustos en el camino, florece el almendro, está grávida la langosta, y pierde su sabor la alcaparra; y es que el hombre se va a su eterna morada, y circulan por la calle los del duelo; mientras no se quiebre la hebra de plata, se rompa la bolita de oro, se haga añicos el cántaro contra la fuente, se caiga la polea dentro del pozo, vuelva el polvo a la tierra, a lo que era, y el espíritu vuelva a Dios que es quien lo dio.
¡Vanidad de vanidades! —dice Cohélet—: ¡todo vanidad!

Puedo escuchar el mar

Umi ga Kikoeru es una de las películas menos conocidas de Ghibli. «Ocean waves» en la edición en inglés; aunque también conocida por «I can hear the ocean», traducción más literal: «Puedo escuchar el mar».
No es un producto Ghibli típico: no fue dirigida por Miyazaki ni Takahata, sino por un director joven que después dejó el estudio; es la única película Ghibli hecha para TV (lo cual normalmente implica algo menos de calidad visual y de extensión). Es completamente realista, sin fantasía ni acción; protagonistas adolescentes, historia cotidiana («slice of life»), levemente melancólica, bastante lenta.

Sin que me parezca de las mejores de Ghibli, a mí me gusta mucho más que al promedio, no estoy seguro por qué; la he visto un montón de veces. Le debo una página… mientras tanto, y ya que es algo difícil de conseguir, vayan unos elinks para bajarla: película y subtítulos; (estos revisados por mí), trataré de compartirlos durante un tiempito.

Los personajes son estos tres (sí, el triángulo) de izquierda a derecha: Taku Morisaki, Muto (Rikako)* y Matsuno. Morisaki y Matsuno son dos adolescentes amigos, compañeros de secundaria ** en Koshi, un pueblo marítimo en Japón***.
Muto llega al colegio transferida desde Tokio. Los chicos quedan deslumbrados, naturalmente; en especial Matsuno. Esto apena un poco a Morisaki; él sabe que que su amigo, -aplicado, responsable, algo ingenuo y seguramente, poco seductor- no tiene muchas posibilidades… Por su lado, Morisaki es un tipo sencillo, y no se interesa por Muto, la que a su vez desprecia ostensiblemente a todos sus nuevos compañeros. Los acontecimientos, sin embargo, lo llevan a mezclarse sin querer con la vida de la niña terrible; cuando a él lo que le importa es mostrar a su amigo (y a sí mismo) que no siente nada por ella…
Salvo los últimos 15 minutos (de un total de 72), toda la película es un «flashback». Morisaki, tras terminar la secundaria, ha pasado su primer año de estudios universitarios en Tokio. En el avión de vuelta a Koshi, evoca (y él es el relator) los dos o tres años pasados: Cuando se hizo amigo de Matsuno, en ocasión de una pequeña rebelión estudiantil. Cuando llegó Muto. Y lo que siguió, entre los tres, hasta el fin de la secundaria: poco de bueno, parece: varios malentendidos, una amistad perdida y ningún romance ganado. Ahora, este regreso y la pequeña fiesta de ex-compañeros que se reúnen un año después, puede ser ocasión de ver las cosas con más claridad.
Todo es muy sencillo, sin sentimentalismos ni moralejas. Personajes bastante convincentes; aunque la animación en algunas escenas tiene sus asperezas, está el buen gusto (Ghibli!) de dirección, de manejo de cámara, climas, música… . La fiesta final es, para mí, perfecta.
Un detalle técnico, extraño: la película no tiene (creo) ni un solo «panning» (movimiento de cámara, o sea: movimiento del fondo). Signo de bajo presupuesto, se diría… pero también es verdad que el recurso del panning (en pequeño) permite justamente disimular las carencias de presupuesto (recuerdo sobre todo «Voices of a distant star»)… Sólo al final, en un climax, se hace un panning bestial, en rotación. Un golpe de efecto, bastante original.
Los escenarios son lindos, aunque sencillos (por ej), nada que ver con la exhuberancia de Miyazaki. Me gusta la música, discreta y nada obvia. Mención especial para los títulos finales: la canción (en la voz de la misma protagonista) y los dibujos hacen una combinación muy linda.
Para terminar, una página bastante completa, con screenshots, y una crítica (en inglés ambas).

* No termino de entender los usos japoneses con los nombres y apellidos.
**No exactamente secundaria, más bien «preparatoria», lo que antecede a lo que sería la universidad… el régimen escolar allá es distinto, pero para simplificar…
*** Es parte de la película, el choque de la chica fashion de la Tokio moderna con el pueblo de provincias, que incluso habla con un acento muy diferente.

De eso se habla

A Chesterton no le hacía ninguna gracia aquella recomendación -si no prohibición- para la charlas de sociedad: de religión y política, mejor no hablar. (¿De qué otra cosa se puede hablar?, replicaba él). Preocupación por mantener las aguas calmas, se entiende; un poco pacata y frívola, como suelen ser estas preocupaciones, y estas prohibiciones. Si no recuerdo mal, también C. S. Lewis lamentaba esa moda, y me parece que tendía a culpar a las mujeres (bueno… a ciertas mujeres) que pretendían organizar las reuniones según unas nociones bastante estrechas de lo que son la concordia y el intercambio social; demasiado miedo de las asperezas y las agresiones (que al fin y al cabo pueden ser la sal de la comunicación humana, deporte sano y tonificante en su rudeza, al menos entre hombres).
Yo simpatizo con Chesteron y con Lewis, naturalmente. En general y en este particular. Y sin embargo… en ciertas épocas, después de haber visitado demasiados blogs, foros, diarios, después de haber leído tantas cosas tan poco sanas y tonificantes (y dudosamente viriles)… a veces uno se siente tentado a darle la razón a aquellas damas. Hay un aire viciado, sin dudas, algo que apesta en esas «discusiones de política». No sé si es problema del acá o del ahora; acaso también sea que esas batallas no pueden emprenderse blandiendo un teclado de computadora, que esa falta de contacto personal «real» mata lo bueno y deja lo malo.
Como sea, me hago el propósito de hablar lo menos posible de política. A lo sumo, hablaremos de «hablar de política», (ya lo estamos haciendo) que es distinto.
Y de religión… según y conforme.

La gente comenta

  • A propósito de aquello, Suso me recuerda un fragmento (que yo debería haber tenido más presente) de las últimas palabras -al borde del delirio- de Stefan Trofimovitch, personaje de «Los demonios» de Dostoyevsky:
    —¡Oh, cómo me gustaría seguir viviendo! Cada minuto, cada instante debe ser una alegría para el hombre… Sí, así tendría que ser. El deber del hombre consiste en hacer que sea así. Es la ley del hombre, ley oculta pero real. ¡Cómo me gustaría ver a Petrushka…! Y a todos… ¡Y a Chatoff!… El pensamiento de que existe algo infinitamente más justo, infinitamente más felix que yo, basta para llename de inmensa ternura y gloria, más allá de lo que yo sea y lo que yo haga. Mucho más que la propia dicha, el hombre necesita saber y creer siempre que existe en alguna parte una dicha absoluta y una paz para todos y para todo. Toda la ley de la existencia humana radica en poder inclinarse ante lo infinitamente grande. Si se priva a los hombres de esa grandeza infinita, rechazarán la vida y buscarán morir en la desesperación. Lo infinito, lo absoluto, también es indispensable para el hombre, tanto como el pequeño planeta en que vive…

  • Sobre ardientes y helados, Juan me trae un párrafo de Benedicto XVI, de «Jesús de Nazaret»:
    Cabe imaginar […] cuánta purificación necesitó, por ejemplo, el ardor de los zelotes para uniformarse finalmente al «celo» de Jesús, del cual nos habla el Evangelio de Juan (Cf. 2, 17): su celo se consuma en la cruz.
    Lógico, el ardor necesita ser purificado (y aun crucificado) para merecer el nombre de «celo»; y ni hablar cuando ese celo se pretende analogar al del Cristo echando a los mercaderes del templo.

  • Marina y Elena, cada cual por su lado, ven en lo de «la otra mejilla» un complemento a lo de los «ardientes y helados». No había sido la intención, conciente al menos (citas anotadas al compás de lecturas azarosas, diría); pero sí, algo -bastante- de eso hay.

  • A Laura, por su parte, lo de la otra mejilla le recuerda lo de San Pablo de «acumular carbones encendidos sobre su cabeza» (*) … Creo entrever la relación, aunque no estoy seguro de entenderlo (versículo oscuro e inquietante si los hay), lo pensaremos.

  • Y en relación con aquello de Francia de hace un siglo, Eduardo me recuerda las abundantes fulminaciones de Bloy (francés, de esa época) contra el burgués; lo cual, es verdad, toma otro color cuando se sabe del «espíritu de renta, dotes, contratos y testamentos» de aquel entonces, y de lo que estaba atrás.
  • En el campo deleitoso

    … El lugar era tan hermoso y el bungalow, con su césped y sus flores, tan acogedor y sosegado, que por un momento acaricié la idea de permanecer allí no un día sino toda mi vida. A diez jornadas de distancia de la estación terminal y comunicado con el mundo exterior solamente por medio de las caravanas de mulas que pasaban, de vez en vez, entre Taunggy y Keng Tung, sin otra relación que la que podía mediar con los habitantes de la sucia aldea del otro lado del río, me hubiera gustado dejar pasar así los años, lejos de la agitación, de la envidia, de la amargura y de la maldad del mundo, con mis pensamientos, mis libros, mi perro y mi escopeta, teniendo a mi alrededor la inmensa selva, misteriosa y exhuberante.
    Pero, por desgracia, la vida no consta sólo de años, sino de horas, y no es paradójico decir que estas son más difíciles de pasar que aquellos…
    De un libro de viajes de W. Somerset Maugham que estoy leyendo estos días.
    Lo último se parece bastante a aquello de los años y las horas.

    Lo otro, por su lado, me recuerda la famosa décima de Fray Luis de León.
    Y me gusta advertir, ahora que lo escribo, que Fray Luis esperaba deshacerse no sólo de la envidia del mundo, sino también de la propia («ni envidiado ni envidioso«). Mayor perspicacia, probablemente. O aquellos años a la sombra…
      (La imagen es de «El castillo errante de Howl«)

    La otra mejilla. No, esa no. La otra.

    En las «Colaciones», de Juan Casiano (siglo V), encuentro una interpretación algo original de aquello de «ofrecer la otra mejilla». Original para mí, al menos (para otros, no tanto).
    — (Abad José) … existe otra especie de locura, la de algunos que se cubren con la máscara de la falsa paciencia. Es propia de aquellos que, abofeteados, ofrecen la otra mejilla. No se contentan con promover riñas y peleas en sus hermanos. Van más allá: provocan con palabras ofensivas, poniéndolos en peligro de reaccionar violentamente. Si por ventura les dan un leve empujón, ni cortos ni perezosos se ofrecen a recibir un segundo, so pretexto de cumplir lo que el Señor dice en el Evangelio: «Si alguien te golpea en una mejilla, ofrécele la otra» (*).
    Ignoran el sentido y el fin que se propone la Escritura. Porque piensan que se ejercitan en la paciencia evangélica, excitando la ira de sus hermanos. Y en realidad de verdad lo que el pasaje bíblico nos manda aquí es que no debemos devolver mal por mal, procurando no irritar a nadie; y al mismo tiempo, mitigando con la tolerancia la ofensa recibida el furor de quien nos ofende.

    (Germán – un discípulo) ¿Cómo puede ser reprensible aquel que cumpliendo el precepto evangélico no devuelve mal por mal, sino que se muestra dispuesto a recibir otra afrenta del ofensor?

    — (Abad José) Como dije antes, hay que considerar no sólo la acción en sí misma, sino la intención del alma y el fin con que se hace esa acción. Por lo mismo, considerando atentamente el designio y afecto con que se hace una cosa, veréis que no es imposible ejercer la virtud de la paciencia y mansedumbre con el espíritu contrario, como es el de la impaciencia y la ira. Por eso, queriendo el Señor enseñarnos la profunda mansedumbre y afabilidad, que no consiste en las palabras sino en la paz e íntimo afecto del corazón, nos propuso esa fórmula de perfección evangélica: «Quien te ofendiere en tu mejilla derecha, ofrécele también la otra». Se entiende, naturalmente, la otra derecha. ¿Qué otra derecha puede significar sino la del hombre interior?
    Quiso así el Salvador desterrar de los repliegues más íntimos del alma toda ocasión de ira. Fue como decir: si tu derecha sostiene el ímpetu y el coraje del que te hiere, dispóngase también humildemente tu hombre interior a ser abofeteado. En otras palabras: a la vez que doblas y sometes tu cuerpo al ultraje del enemigo, rinde también e inclina tu corazón, para que al ser abofeteado el hombre exterior no se altere en lo más mínimo el hombre interior con las injurias recibidas.
    Por lo tanto, los que se contentan con la actitud externa y se alteran interiormente, distan como el cielo de la tierra de la perfección a la que alude el Evangelio…

    Qué me importa a mí de mí

    A causa de tu beatitud, Dios mío, puedo decir que nada me falta, puedo decir que estoy en el cielo, que, suceda lo que suceda, soy siempre feliz.
    Resolución: Cuando estemos tristes, cuando nos sentimos desanimados, a causa de nosotros mismo, de los demás y de las cosas, pensemos que Jesús está en la gloria del Padre, sentado a su derecha. Pensemos que es bienaventurado para siempre, y que si lo amamos conforme a su precepto, la felicidad del Ser infinito debe superar infinitamente en nuestras almas la tristeza de la criatura finita. Así, considerada la felicidad de nuestro Dios, nuestra alma debe ser poseída por el júbilo, y las penas han de ser disueltas como las nubes delante del sol.
    Alegrémonos con la felicidad de nuestro Dios, alegrémonos sin intermisión, porque todos los males de las criaturas son un átomo al lado de la bienaventuranza del Creador. Nunca faltarán tristezas en nuestra vida, y así debe ser, a causa del amor que nos debemos a nosotros mismos y a nuestro prójimo; a causa del amor que tenemos a Jesús y el recuerdo de sus dolores; a causa de nuestra sed de justicia, es decir, el ansia de la gloria de Dios, y por la aflicción que nos ocasiona el ver a Dios y a su justicia injuriados. Pero estos dolores, por justos que sean, no deben ser perdurables, sino pasajeros; lo perdurable, lo que debe constituir nuestro estado ordinario, es la alegría de la gloria de Dios, el gozo de saber que Jesús no sufre más y que nunca más ha de sufrir, la alegría de conocer que es feliz para siempre a la diestra de Dios Padre.
    De los escritos de Charles de Foucald.

    No es un punto de vista muy frecuentado por la espiritualidad católica contemporánea, (libros o sermones) tengo la impresión; no es la manera habitual de poner frente a frente los dos hechos: «yo estoy triste» y «Dios es». Generalmente se trae lo segundo como remedio de lo primero, recordando el amor de Dios. «Sonríe: Dios te ama». Y no es poco consuelo. Pero no deja de ser un consuelo algo egoísta. Si uno lo piensa un poco, el otro punto de vista, casi simétrico («Sonríe; porque Dios -el que amas- es feliz») parece más justo y más eficaz. Y lo podemos ver haciendo la analogía -también simétrica- con el amor a un hijo.

    Simone Weil, por su parte, dice algo parecido… a mi ver, al menos.
    Alegría en Dios. Hay realmente alegría perfecta e infinita en Dios. Mi participación no puede agregar nada; y mi no participación no puede quitar nada a esa alegría perfecta e infinita. Por tanto ¿qué importa que participe o no? Absolutamente nada.
    Y también
    ¿Por qué preocuparme? No es asunto mío pensar en mí; yo debo ocuparme de pensar en Dios. Es El quien se ocupa de pensar en mí.

    Ardientes y helados

    … el fanatismo de los ideólogos se expande entre las multitudes, por la violencia abierta, o bien por la propaganda, que constituye otra especie de violencia. El fanático tiene siempre algo de apóstol, tiene necesidad de crear fanáticos. Se da entonces una curiosa mezcla, donde se confunde la ebullición pasional con la frialdad de la idea. Víctor Hugo dice: «El fanático es ardiente, lo cual no le impide ser frío; y es sincero, lo cual no le impide ser de mala fe.»
    Este fanatismo tiene siempre un fundamento en lo real; pero deforma, mutila ese núcleo de realidad, en función de la ideología que lo inspira. Falsifica las energías y las pasiones que provienen de lo real, para transformarlas en abstracciones; y las abstracciones son verdaderos monstruos sin entrañas: tienen hambre pero no tienen estómago.
    De Gustave Thibon, en la conferencia citada antes.
    Yo leo este texto en sintonía con el autor, apuntando a donde él seguramente apuntaba.
    Pero también lo leo (quizás forzándolo) en su aplicación al fariseísmo. El fariseo de los evangelios, el que disputa con Jesús; y el contemporáneo.
    Al fin y al cabo ¿no se aplica a él, también y sobre todo, el dicho de Víctor Hugo? Ardiente, pero helado; sincero en su celo, pero de mala fe… Y ¿qué conversión resulta más difícil de imaginar?

    Dotes, contratos y testamentos

    … la moneda se había estabilizado… El campesino y el pequeño burgués francés conservaban un poco de oro y compraban valores sobre la renta. Cada familia trazaba el plan de vida de sus hijos desde la cuna hasta el sepulcro. Dotes, contratos y testamentos figuraban aún, como en tiempos de Balzac, entre los temas frecuentados por los novelistas. La burguesía, grande y pequeña, seguía siendo legalista, económica y prudente.
    Lo comenta André Maurois en su Historia de Francia, sobre los primeros años del siglo XX.
    Y sí, creo recordar ese rasgo de algunas novelas francesas del siglo XIX, Balzac con toda probabilidad; y creo recordar mi leve extrañeza (no bien formulada, para variar), ese modo de desenvolverse los personajes entre dotes, contratos y testamentos (y con la quiebra como suprema desgracia). Yo (muy joven y muy ignorante del mundo) podía suponer nebulosamente que esas eran cosas de la gente grande, del mundo (mi mundo), y que al correr de los años yo también me desenvolvería con esa naturalidad y esa aplicación. Pero, una de dos: o , como viene a decir Maurois, esos eran rasgos de otro mundo, o es que yo no crecí demasiado.
    O las dos cosas.

    De Belona

    Uno a veces quisiera (sobre todo en días como el de hoy) ser más patriota (no digamos nacionalista); dar más lugar a los sentimientos tribales y las virtudes militares (en sentido amplio y restringido); hacer más justicia a la valentía y el honor, aun cuando no vengan incontaminados; saber deletrear mejor el idioma de la guerra que «nos lava de pavor y nos peina de fuego» y pregustar la dicha de «cabalgar —varones hijos de varón— bajo el perfil sabroso de la muerte» (Marechal).
    Pero también a veces uno (y sobre todo en días como el de hoy) se topa con una arenga de Caponetto, y se le mueren todas las ganas.

    Simone Weil encontraba rídiculo el desconcierto (y la mudez) de los marxistas ante la cuestión de la guerra. Y no meramente ridículo, sino signo de una falla intelectual y una ignorancia culpable.
    A estos otros, por el contrario, el tema guerrero (la mística de las espadas) los transporta a cumbres de entusiasmo y locuacidad. A mí, la verdad, no me suenan menos ridículos, ni menos culpables.