Archivo por meses: septiembre 2009

Falsa certidumbre

El catolicismo me ha dado mi visión del sur y probablemente te de a tí la tuya. Sé lo que significa verse repelido por la Iglesia cuando sólo puedes juzgarla según el patrón del católico jansenista-mecanicista. Pienso que la razón por la que tantos católicos producen rechazo es que no tienen verdaderamente fe, sino una especie de falsa certidumbre. Se atienen a sus cálculos, y para ellos la Iglesia no es el cuerpo de Cristo, sino una póliza de seguros barata. Nunca les resulta difícil creer, porque en verdad nunca piensan en ello. La fe debe mirar de frente todas las posibilidades a su alcance.

De todas maneras, no creo que sea cuestión de ansias de milagros. En realidad, los milagros resultan algo vergonzoso para el hombre moderno, una especie de escándalo. Muchos no tendrían problema en suprimir los milagros y reducir a Cristo a un maestro domesticado y falible.

Como sea, para descubrir la Iglesia has seguir tus propios caminos. A mí me ayudaron los novelistas católicos franceses: Bloy, Bernanos y Mauriac. En filosofía, Gilson, Maritain y Marcel -un existencialista. Por un tiempo todos parecían ser franceses, luego descubrí a los alemanes: Max Picard, Romano Guardini, Karl Adam. Los católicos estadounidenses parecían exclusivamente dedicados a escribir folletos parroquiales (a evitar a toda costa) y a instalar sistemas de calefacción; aunque hay unas pocas fuentes buenas, como Thought, una revista publicada en Fordham. En primavera fui a Notre Dame y conocí algunas personas muy inteligentes. En cualquier caso, el descubrimiento de la Iglesia tiende a ser un lento proceso, que sólo puede tener lugar si mantienes la mente abierta y no estás secretamente interesada en no creer.

De una carta de Flannery O’Connor a Cecil Dawkin, 16 de julio de 1957; de «El hábito de ser», que estoy leyendo. Aunque la edición española (ed. Sígueme, tapa dura, cara) deja mucho que desear en la traducción -que modifiqué acá (por ej., el traductor parece ignorar que «slide rule» es la regla de cálculo, hoy sinónimo de calculadora; y -sin ser nada puntilloso con esas cosas- escribir «iglesia» en minúscula cuando Flannery escribe «Church» está simplemente mal).

Me resulta muy simpática e inteligente esta Flannery, y hay mucho que espigar en este libro. Pero no estoy seguro de recomendarlo, son cartas… sólo interesantes, imagino, para los que ya leyeron —y gustaron— sus cuentos. De paso, creo que mis preferidos por ahora son «El negro artificial» y «La persona desplazada»; pero eso es muy cambiante, y les debo varias relecturas. (Y más de paso, descubro que la fotógrafa de esa tapa, Eudora Welty, era también escritora sureña, y Flannery la estimaba).

Me dan curiosidad varias de sus admiraciones: Teilhard de Chardin y el barón von Hügel en particular…

Otro fragmento, de otra carta, a propósito de esa conferencia pública que dio en Notre Dame:

… El salón estaba colmado, y tuvieron que traer sillas. Parece que resultaba un objeto curioso: una que escribía sobre la degeneración sureña, y a la vez era católica. La audiencia no era inquietantemente clerical, aunque había unas cuantas caras aniñadas bajo gruesos bonetes negros. Durante la charla fijé mi mirada en uno de ellos, que miraba para otro lado como si no creyese una maldita palabra; sin embargo, parecían impresionados, aunque no se rieron en los momentos indicados.

Al final, se me acercó una chica y me dijo: «No soy católica, soy luterana, pero por primera vez tengo esperanzas de que los escritores católicos puedan hacer algo». Le dije: «Por favor, reza para que logremos». Y respondió: «Lo haré, lo haré en Cristo». Y lo decía de verdad y lo hará, y son esas cosas las que hacen que estos viajes valgan la pena.

El caso Taxil – 2

Los lectores que ya conocían el caso Taxil, probablemente también sabían de la foto esa que se proyectó como fondo durante la conferencia. Cuando los diarios católicos reseñaron el acontecimiento, además de cubrir de cubrir de insultos a Taxil, se mostraron (ahora sí) escépticos: «… una fotografía que representaba la aparición de santa Catalina a Juana de Arco en cadenas, habría sido hecha en honor de Diana Vaughan en un convento de carmelitas. ¿Qué convento? La casa de Leo Taxil, probablemente.» (Le Normand, 24 de abril de 1897). Pero en eso el impostor no había mentido; y este periodista —Isidore Guerin, católico militante, monárquico, antisemita y antimasón— debería haberlo sabido, puesto que aquella monja que posaba como Juana de Arco era una completa desconocida para el mundo pero no para él -era su sobrina. Gravemente enferma de tuberculosis en aquel momento, moriría cinco meses después, y al correr de los años vendría a ser la santa más influyente de los tiempos modernos: Santa Teresita (Teresa del Niño Jesús, o Teresa de Lisieux).

¿Cómo fue a parar la foto a esa conferencia? Taxil no había mentido: se la habían enviado desde el convento, dedicada a Diana Vaughan; provenía de una obra de teatro sobre Juana de Arco, compuesta por la misma Teresa y representada un par de años antes1.

De modo que nuestra Santa Teresita, doctora de la Iglesia, figuró entre los engañados; y en un lugar tristemente destacado. Algunos biógrafos ponen esta humillación como un hecho significativo, sobre todo en relación con su noche, el tiempo final de su vida (año y medio) en que perdió el sentimiento de la presencia de Dios y de la vida eterna, cuando los razonamientos de los incrédulos se le tornaron tentadores y verosímiles. Es cierto que Teresa entró en el «túnel» en la pascua de 1896, un año antes de la revelación de Taxil; pero también es verdad que el relato de esta época y estas tentaciones, la última parte de sus manuscritos autobiográficos, es posterior: junio de 1897. Veamos una cronología:

1881: Leo Taxil es expulsado de la masonería (en parte por sus escandalosos panfletos anticlericales pornográficos)
1885: Leo Taxil se «convierte» al catolicismo
1888: Teresa (quince años) ingresa al Carmelo
1889: Primeras noticias sobre Diana Vaughan, «gran sacerdotisa del paladismo» (New York)
1892: Diana Vaughan en Francia; supuestos contactos con Taxil y otros católicos.
1894: Encíclica Humanum Genus de León XIII, condenando la masonería.
1895: (enero) Teresa representa por segunda vez una obra suya sobre Juana de Arco, compuesta el año pasado. Varias fotos.
1895: (mayo) La Croix pide oraciones por la conversión de Diana Vaughan, que ha expresado su admiración por Juana de Arco.
1895: (junio) Se anuncia la conversión de Diana Vaughan y su intención de hacerse religiosa.
1895: (julio) Se anuncia la próxima publicación de las «Memorias de una ex-paladista». (en «La Croix», Isidore Guerin se declara «presa de emoción indecible» tras haber leído el primer volumen)
1895: (agosto) Publicación de la «Novena eucarística reparadora» de Diana Vaugham.
1896: (Pascua) Cae «la prueba de la fe» sobre Teresa. Síntomas de tuberculosis.
1896: (junio) A pedido de la priora, Teresa escribe una obra teatral inspirada en la conversión de Diana Vaugham:  «El triunfo de la humildad».
1896: (julio) Teresa lee la Novena de Diana, y copia varios fragmentos. La priora le pide algunos versos para enviar a la conversa, pero Teresa no logra redactarlos. Envían en su lugar la foto de Juana de Arco y unas líneas. Diana agradece.
1896: (diciembre) Surgen dudas sobre la conversa2.
1897: (enero) Una comisión romana termina una investigación sobre Diana Vaughan; ninguna conclusión.
1897: (marzo) Fuerte agravamiento de la salud de Teresa.
1897: (abril) La conferencia de Taxil.
1897: (junio) Teresa redacta el «manuscrito C», donde relata su oscuridad.
1897: (principios de julio) Teresa no puede escribir más, la bajan a la enfermería con un pulmón inutilizado.
1897: (agosto) Larga agonía, más tentaciones contra le fe.
1897: (30 de septiembre) Muerte.

El convento, pues, no estaba aislado del «mundo católico»; conocía las noticias y comulgaba con los sentimientos de ese mundo. Son pruebas del entusiasmo de Teresa aquella obra teatral y varias menciones a Diana Vaugham en sus manuscritos… que eliminará en abril de 1897, al revelarse la impostura. Cuántas oraciones por la conversión de una pecadora inexistente, cuántas acciones de gracias… Podemos imaginar, a bulto, cuánto golpeó esta humillación a las monjas, y a Teresa en particular. A ella, sobre todo; las otras probablemente pudieron asirse al consuelo de la mayoría de los católicos: insultar al impostor, desviar la mirada del hecho «yo me engañé» para fijarla en «él nos engañó», hablar de su bajeza de alma para no tener que hablar de nuestra (¿culpable?) ingenuidad. Pero ella… con el año terrible que venía de pasar… debe haber sido como un latigazo sobre una herida abierta. «… simulando perfectamente -en los escritos que redacta en nombre de Diana Vaughan- experiencias espirituales como si las hubiera vivido realmente, Taxil lo que muestra es que si ha podido engañar a otros, también un alma religiosa puede engañarse a sí misma» (J. Six). Yo no estoy nada seguro de que este sea el nudo de la cuestión, y también es discutible el peso que habrá tenido todo el episodio en su prueba. Como sea, sí creo que interesa saber que todo esto era muy reciente cuando escribía el último manuscrito:

Yo gozaba por entonces de una fe tan viva y tan clara, que el pensamiento del cielo constituía toda mi felicidad. No me cabía en la cabeza que hubiese incrédulos que no tuviesen fe. Me parecía que hablaban por hablar cuando negaban la existencia del cielo, de ese hermoso cielo donde el mismo Dios quería ser su eterna recompensa. Durante los días tan gozosos del tiempo pascual, Jesús me hizo conocer por experiencia que realmente hay almas que no tienen fe, y otras que, por abusar de la gracia, pierden ese precioso tesoro, fuente de las única alegrías puras y verdaderas. Permitió que mi alma se viese invadida por las más densas tinieblas, y que el pensamiento del cielo, tan dulce para mí, sólo fuese en adelante motivo de lucha y de tormento… […]
Pero tu hija, Señor, ha comprendido tu divina luz y te pide perdón para sus hermanos. Acepta comer el pan del dolor todo el tiempo que tú quieras, y no quiere levantarse de esta mesa repleta de amargura, donde comen los pobres pecadores, hasta que llegue el día que tú tienes señalado… ¿Y no podrá también decir en nombre de ellos, en nombre de sus hermanos: Ten compasión de nosotros, Señor, porque somos pecadores…? ¡Haz, Señor, que volvamos justificados…! Que todos los que no viven iluminados por la antorcha luminosa de la fe la vean, por fin, brillar… […]
Todo ha desaparecido…! Cuando quiero que mi corazón, cansado por las tinieblas que lo rodean, descanse con el recuerdo del país luminoso por el que suspira, se redoblan mis tormentos. Me parece que las tinieblas, adoptando la voz de los pecadores, me dicen burlándose de mí: «Sueñas con la luz, con una patria aromada con los más suaves perfumes; sueñas con la posesión eterna del Creador de todas esas maravillas; crees que un día saldrás de las nieblas que te rodean. ¡Adelante, adelante! Alégrate de la muerte, que te dará, no lo que tú esperas, sino una noche más profunda todavía, la noche de la nada».

A los catorce años, ella había rezado por la conversión del Pranzini, el asesino condenado a muerte; y se había creído escuchada. En los tiempos finales de su vida rezó también por la conversión (y dedicó su última comunión, según parece) del padre Jacinto Loyson3, la oveja negra de la familia carmelita. Hay que suponer que estos cabían dentro de esa mesa de los pecadores en la que ella aceptaba sentarse. Como también, seguramente, le habrá hecho un lugar a Leo Taxil.

 

 

1. No estoy seguro de que esta sea la foto en cuestión —ni sé si se ha conservado— aunque seguramente es de esa sesión; como esta y esta.

2. En los procesos, su hermana Paulina dirá que ya a fines de 1896 Teresa había tomado distancia del caso («Eso no puede venir de Dios»), tras saber de los ataques de Diana a un obispo desconfiado. J.F. Six cree que esto es una pequeña patraña edificante, para dejar mejor parada a Teresa; y a mí me parece lo más probable.

3. Jacinto Loyson era un cura carmelita que dejó la iglesia, se casó e intentó fundar una iglesia galicana. Unamuno le dedica unas cuantas páginas de «La agonía del cristianismo».

El caso Taxil – 1

Francia, 1892. Leo Taxil funda la revista La Francia cristiana y antimasónica, otro de sus emprendimientos para defender la Iglesia y la Patria.

¿Quién es este Taxil? Un tipo bastante ruidoso, ex militante anti-clerical y masón, que en 1885 se ha convertido al catolicismo. Desde entonces se dedica activamente a denunciar el influjo satánico de la masonería, y es muy leído y mimado por el medio católico: ha sido incluso recibido y felicitado por el papa, León XIII, y algunos obispos franceses lo tienen por las nubes.

León Bloy, en una carta de por entonces (16 de julio de 1892 – «El mendigo ingrato») responde con fastidio ante el entusiasmo de un amigo, teniente católico, hacia este Taxil y otros nombres nombres que estaban en boca de aquella militancia que hoy llamaríamos «de derecha». («¿Con qué objeto me habla de esa inmundicia de Taxil?») … pero no solo Taxil, sino también Drumont (famoso propangadista anti-judío)… y en la misma carta hay una mención a un afiche electoral de un tal Willette, el cual (aprendemos en la edición crítica de los Diarios de Bloy) era pintor conocido de éste de sus tiempos de bohemia parisina, y este año se postulaba como el «candidato antisemita» de su circunscripción: «¡Electores! Los Judíos sólo nos resultan grandes porque estamos de rodillas. ¡Pongámonos de pie! Son cincuenta mil que se benefician del trabajo agotador y desesperanzado de treinta millones de franceses, convertidos en sus esclavos temblorosos. No es una cuestión de religión, el Judío es una raza diferente. El judaísmo es nuestro enemigo…» Aquel teniente (que hoy sería el típico lector de «Panorama Católico» o «Cabildo») no podía entender que su admirado Bloy abominara de todo este combo: podrás o no estar de acuerdo con algunos detalles, pero… ¡son de los nuestros! si no estás con ellos, si no te preocupa la conspiración judeomasónica (en el siglo XX el comunismo in-trín-se-ca-men-te-per-ver-so pasaría al primer lugar)… estás con los enemigos de la iglesia, caramba.
Si nos quedan dudas de cuán extendido estaba este espíritu en aquel mundo católico, basta con considerar cómo reaccionó ese mundo un par de años más tarde ante el caso Dreyfuss (todavía hoy, para algún energúmeno, es signo infamante no haberse puesto en contra de Dreyfuss!). Pero volvamos a Taxil.

Leo Taxil no se tiraba tanto contra el judaísmo, más contra la república y el liberalismo; pero sobre todo, contra la francmasonería. Publicaba montones de folletos donde, como ex-integrante, revelaba sus secretos tenebrosos, sus ritos demoníacos y su propósito destructor de la sociedad cristiana. Había un público católico sediento de ese material. Es fácil entenderlo. El catolicismo se sentía asediado, los Estados Pontificios perdidos, tanto intelectual en contra, tantas derrotas recientes y por venir. Era consolador saber que, efectivamente, todo era obra del demonio, y que los enemigos estaban por allá. Por esos años, en 1894, Leon XIII condenará explícitamente en una Encíclica la masonería; y l’Osservatore Romano (los periodistas siempre un pasito más allá) dirá que la francmasonería «es satánica, y hoy día hace causa común con el judaísmo para desterrar de este mundo el reino de Jesucristo y sustituirlo por el reino de Satanás».

En este ambiente, Taxil se anota otro punto importante. Debido a su influencia, según parece, Diana Vaughan se convierte al catolicismo en 1895; ella se transforma en su protegida, y él en su vocero. Tremenda sensación. Pero ¿quién es esta Diana Vaughan? Es un personaje célebre, una escritora norteamericana de unos treinta años, que a los veinte había sido iniciada en el Paladismo y … pero, momento ¿qué cuernos es el Paladismo? es —explica Taxil— una «secta masónica espiritista luciferina», nada menos; parece incluso que Diana había desposado al demonio Asmodeo; y escribía unos folletos esotéricos anti-cristianos de miedo. Pero al irse a vivir a París en 1893, trabó conocimiento con Taxil, y en sus escritos empezaron a salir alusiones apreciativas a Juana de Arco… y surgieron esperanzas, y el periódico católico más importante, La Croix, pidió a sus lectores que recen por la conversión de la pobre mujer… Y se convirtió, nomás.

Entusiasmo enorme, los diarios conservadores exultan (entre ellos «L’Univers», el de Veuillot), las monjas lloran… Diana se pasa a la militancia anti-masónica y a reparar su pasado pecaminoso. Se anuncia la publicación de las «Memorias de una ex-paladista», y redacta una devota y sofisticada «Novena eucarística reparadora», que circula mucho; el mismísimo Papa la lee y la felicita públicamente, varios cardenales de Roma están admirados.

Pero… no todos. Algunos empiezan a dudar: fines de 1896, y prácticamente nadie ha visto a la tal Diana Vaugham… Sólo Taxil, que oficia de vocero y representante… Se aduce que Diana debe ocultarse porque su antigua secta ha jurado venganza. Bien, pero… vamos… ¿no será un invento, no? … No, no, claro, no puede ser… Pero… de todas maneras… Taxil se ve cada vez más presionado. Finalmente, anuncia para abril de 1897 una conferencia en París, con la promesa de notables revelaciones: al fin conocerán a Diana Vaughan.

Gran expectativa. Sala llena, más de cuatrocientos asistentes, de todos los colores; curas y periodistas entre ellos. A la entrada -detalle curioso- todos son obligados a dejar bastones y paraguas en el guardarropas. Escenografía: Taxil, solo; sobre la pared del fondo se proyecta la fotografía de una mujer disfrazada como Juana de Arco en la prisión.

El fin de nuestra historia… algunos lo podrán imaginar. La tal Diana Vaughan nunca había existido, era una impostura completa de Leo Taxil; como también era una impostura su propia conversión y sus historias sobre las prácticas satánicas de la masonería, y la secta paladista. El tipo, confesó entonces, había dedicado esos doce años de su vida a tomarles el pelo a los católicos, para burlarse de su credulidad y ver cuánto eran capaces de tragar.

 

También podrán imaginar lo duro que fue para tantos católicos soportar este papelón, y los insultos que le llovieron a Taxil, en los medios y en la misma conferencia. Un detalle —algo lateral, pero significativo; y que sorprendió al mismo Taxil— fue que también los asistentes anticlericales en su mayoría se sintieron indignados contra el farsante, y le dedicaron casi tantos insultos como los otros -hizo bien en requisar bastones y paraguas, pues.

 

Y esta es la historia de la farsa Taxil. Aunque hay más. (continuará)

Sueltos

Ponyo se estrenó en EEUU; pasó al principio como en el resto del mundo occidental, muy buenas críticas y menos público del esperado; pero después repuntó (pasó los u$s10M de «El viaje de Chihiro»), gracias seguramente a las mismas críticas y al boca-a-boca. Anduve chusmeando bastante (¡demasiado!) al respecto, y en verdad la repercusión fue —números aparte— muy buena. Me alegró ver tanto entusiasmo en público «standard» (padres e hijos), y muchas críticas fueron no solo positivas sino inteligentes; a la mayoría nos gustó lo mismo; modesta pero gratificante comunión -en el bien. Sigue emocionándome, tanto o más que la primera vez, esta escena (y la que antecede), de lo más «eucatastrófico» de Miyazaki.
Hablando de Miyazaki (última, última), mañana sábado hay otra función de «El viaje de Chihiro» y «Howl» en cine de verdad. Los que viven en España, por su parte, tendrán el raro privilegio de ver a Totoro en cine en un par de meses.
Y hablando de animación, y para que vean que no todo es Ghibli… aquí tienen un corto de Disney, de sus buenos tiempos.
Y hablando de cine, y como entramos en el año sacerdotal (felicidades si hay algún cura leyendo), acá armaron una lista de 52 películas con curas, con el plan de ver una por semana.
Y hablando de curas, vayan algunos blogs de curas; hay muchos más, por supuesto.
Y hablando de blogs, vayan algunos blogs o posts de blogs.
Y hablando de René Girard (uno que casi no conozco, pero que intentaré conocer), van dos páginas.
Yo ya he resignado, hace rato, mis ambiciones de escribir mejor. En particular, la de no abusar de los paréntesis. Quisiera usarlos sólo cuando son realmente necesarios y oportunos (como acá) pero no hay caso.
Un hilo en ETF sobre el monte Carmelo y temas relacionados.
Releyendo un ensayo teológico (von Balthasar), se menciona el clásico (y casi inevitable) error de imaginar la eternidad en términos temporales; es claro, la eternidad no es un tiempo muy largo, ni infinitamente largo, ni nada por el estilo. Al día siguiente leo en La Nación este titular: «Jorge Luis Borges, siempre eterno»; ironía involuntaria (sospecho) que habría divertido al propio Borges (sospecho).
Un ciclo de conciertos en Buenos Aires de música antigua, a beneficio de la casi tan antigua iglesia de San Ignacio.

Todos, pero ninguno

«Conservador» – «liberal » – «socialista »: yo nuncá me identifiqué con ninguno de estos rótulos. Aunque admitiéramos (por de pronto no lo admitimos ni lo rechazamos) que configuran una partición bastante útil y completa de las posiciones políticas. Aunque el rótulo viniera todo lo matizado que uno quiera —en el mejor sentido de cada palabra. Y en el caso —por lejos el más frecuente— que el motivo fundamental para adherir a uno fuera rechazar a los otros… menos. En ese sentido, podría más bien suscribir lo del finado Kolakowski, en un escrito citado varias veces, en el que se decía conservador, liberal y socialista:
El conservador cree:

1. Que en la vida del hombre no ha existido ni existirá progreso alguno que no haya que pagar con deterioro y males; por lo cual en todo proyecto de reforma y mejoramiento hay que sopesar su costo. Dicho de otra forma: los males humanos son compatibles (podemos sufrir muchos íntegra y simultáneamente); mientras que los bienes se oponen o se cancelan unos a otros, de forma que nunca podremos disfrutarlos a pleno al mismo tiempo. La existencia de una sociedad sin libertad ni igualdad es perfectamente posible; no lo es, en cambio, la de un orden social que combine de modo absoluto la igualdad y la libertad; el planeamiento y el principio de autonomía; la seguridad y el progreso técnico. La historia humana no conoce el “happy end”.

2. Que desconocemos en qué medida las distintas formas tradicionales de vida social —rituales familiares, nación, comunidades religiosas— influyen decisivamente en hacer más tolerable —e incluso posible— la vida. No hay bases para creer que al destruir estas formas o al considerarlas irracionales, mejoraremos nuestras posibilidades de dicha, paz, seguridad o libertad. No sabemos a ciencia cierta qué ocurriría si, por ejemplo, la familia monogámica fuera abolida, o si la vieja costumbre de enterrar a los muertos cediera el paso a un reciclaje racional de cuerpos con fines industriales. No lo sabemos, pero haríamos bien en esperar lo peor.

3. Que la idée fixe de la Ilustración —la envidia, la vanidad, la ambición y la agresión se originan en deficiencias de las instituciones sociales y desaparecerán en el momento en que éstas se transformen— no sólo es absolutamente increíble y contraria a la experiencia, sino altamente peligrosa. ¿Cómo habrían podido surgir todas estas instituciones, si contrariaban a tal grado la verdadera naturaleza humana? Confiar en que podemos institucionalizar la hermandad, el amor y el altruismo, es el camino seguro hacia el despotismo.

El liberal cree:

1. Que sigue siendo válida la antigua idea de que el propósito del Estado es la seguridad: válida incluso si la noción de seguridad se extiende hasta incluir no sólo la protección de las personas y la propiedad a través de la ley, sino otras varias instancias: que a los desempleados no los mate el hambre ni a los pobres la falta de atención médica, y que los niños tengan acceso a la educación. Pero no hay que confundir seguridad con libertad. El Estado no garantiza la libertad mediante su acción reguladora en las diversas áreas de la vida, sino todo lo contrario, la garantiza mediante su abstención. De hecho, la seguridad puede ampliarse sólo a expensas de la libertad. En todo caso, hacer a la gente feliz no es responsabilidad del Estado.

2. Que las comunidades humanas están amenazadas, no sólo de estancamiento sino de degradación, si se organizan al grado de asfixiar toda iniciativa individual, todo espíritu de inventiva. Se puede concebir un suicidio colectivo del género humano, pero no un permanente hormiguero de hombres, y esto por una simple razón: no somos hormigas.

3. Que es improbable la supervivencia de una sociedad en la que todas las formas de competencia fueran abolidas. Sin ellas faltarían también los estímulos imprescindibles de creatividad y progreso. «Más igualdad» no es un fin en sí mismo, es sólo un medio. En otras palabras: no tiene sentido luchar por una mayor igualdad si el resultado es una nivelación hacia abajo de los privilegiados en vez de una nivelación hacia arriba de los no privilegiados. La igualdad perfecta es un ideal que se aniquila a sí mismo.

El socialista cree:

1. Que las sociedades en donde la búsqueda de la ganancia es el único regulador del sistema productivo, están amenazadas por catástrofes tan o más dolorosas que las sociedades en las que esta búsqueda ha sido completamente eliminada. Hay razones de peso para creer que es bueno limitar la libertad económica en favor de la seguridad y evitar que el dinero produzca, automáticamente, más dinero. Pero esta limitación de libertad es precisamente eso, limitación de la libertad, y no una forma superior de libertad.

2. Que es hipócrita y absurdo concluir que, dado que una sociedad perfecta y sin conflicto es imposible, es inevitable la desigualdad existente, en todas sus formas, y justificada todo afán de ganancia. Esa forma de pesimismo antropológico conservador que condujo a la sorprendente idea de que el impuesto progresivo sobre la renta era una abominación inhumana, no es menos culpable que el optimismo histórico sobre el que se basó el Archipiélago Gulag.

3. Que aun a costa del crecimiento concomitante de la burocracia, debe favorerse la tendencia a sujetar a la economía a controles sociales; controles que, ciertamente, deben ser ejercidos en un contexto democrático. Y que en consecuencia es preciso planear instituciones adecuadas para contrarrestar la amenaza a la libertad que produce el crecimiento de esos controles.

Yo tengo para mí que estas ideas reguladoras no se contradicen y que, por lo tanto, es posible ser un conservador-liberal-socialista.

Al releerlo pienso que, más que con el texto en sí (los motivos podrían estar mejor delineados, me parece; y la división tripartita puede ser aceptable, mientras no se la crea necesaria; podrían ser dos, o cuatro), coincido con su espíritu. Triste, esa repartija de bienes que hacen los partidos, para tornarlas en banderas absolutas; y el desprecio hacia auténticas necesidades humanas, si estas son patrimonio ideológico del adversario («eso es el típico discurso de la derecha/izquierda… etc»). Como aquella espantosa sentencia que leí una vez en un manual de secundaria, que presentaba al orden como un mal necesario —enfrentado a la libertad, bien a secas.

Recordábamos una vez, a propósito de eso, la enumeración de «necesidades del alma» (mejor que «derechos humanos», sospecho) que hacía Simone Weil. Enumeración menos esquemática-partidista que la de Kolakowski, menos apta para el manifiesto, y, me parece, mucho más profunda y útil (me prometo trascribirla, si no lo encuentro en internet). Igual, me importa más lo que tienen en común. Y que no queda lejos, creo, de lo que decían los antiguos: que las virtudes no pueden cultivarse aisladamente. Incluso cuando (sobre todo cuando) a primera vista algunas parezcan antinómicas, como el ejemplo clásico del par justicia-misericordia.

Militancia y predestinación

Murió Leszek Kolakowski, hace un mes y medio; un intelectual que conozco poco, y que me gustaría conocer más. Y estos días estoy releyendo «Dios no nos debe nada», uno de sus últimos libros, sobre la historia del jansenismo. Ya comentamos algo, y comentaremos más. (Aquí una reseña mexicana, crítica … dice entre otras cosas que es «un libro escrito por un católico para católicos», lo cual me parece muy extraño, de los dos lados de la afirmación; pero no sé…).

Va un fragmento. Antes, para situarnos: en la visión de Kolakowski (quizás un poco esquemática, y que acá yo seguramente empeoro – para el que no quiera leer la reseña anterior) en las disputas sobre la gracia y la predestinación dentro de la teología cristiana, (en el siglo XVII sobre todo, pero también en la antigüedad ) tendríamos grosso modo dos bandos: de un lado san Agustín, (con calvinistas y jansenistas como sus seguidores) , del otro lado los semi-pelagianos (con los que vendrían a entroncar los jesuitas y -a remolque- la iglesia católica moderna -en la opinión del autor, siempre). Los agustinianos y sus secuaces, de tendencias rigoristas y reaccionarias, acentúan frente a los segundos la absoluta primacía de la gracia divina sobre la libertad del hombre; y, con mayor o menor consecuencia y matizaciones, creen en una «doble predestinación»: es Dios quien, por su libre voluntad, ha predestinado a ciertos hombres a la salvación (se salvarán exclusivamente porque El les da su gracia; y se las da porque El quiere, nunca por sus méritos o acciones; la libertad del hombre acá no juega) y también ha predestinado a otros a la condenación eterna.

El recién llegado a estas doctrinas, católico o no, probablemente las crea bizantinismos -en lo intelectual- o monstruosidades -en lo moral. Yo, aunque soy poco más que recién llegado, las encuentro apasionantes -es teología. Pero no me adentraré en esas aguas -no me da.

Copio nomás el texto siguiente, que en parte responde la objeción trivial («Eh, pero entonces si mi libertad no sirve para nada, para qué voy a preocuparme por mis actos… ») , porque además de ilustrar cómo estas cuestiones aparentemente abstrusas influyen en la historia de los hombres, hace una analogía interesante con el Islam y con el marxismo (especialidad de Kolakowski); y porque la anterior objeción suele esgrimirse en el caso analogado -y otros-, y conviene ver por qué esa objeción es corta de vista: cuando el efecto parece ir en dirección opuesta a la causa, señal de que hay que hurgar más hondo.

… La teoría de la doble predestinación es la expresión teológica de la Iglesia que se siente como la armada invencible de Dios. El mensaje psicológico de esta doctrina no es una permisividad cómoda —«haz lo que quieras, tu conducta es irrelevante para tu salvación»—, por mucho que algunos hayan podido utilizar esta interpretación. Tanto Agustín como Calvino levantaron claras barreras en contra de esta explotación libertina de su teología: desde luego, Dios no nos está pagando por nuestros méritos, todos los supuestos méritos son regalos suyos, entonces, aquellos que disfrutan de una gracia inmerecida demuestran en su vida que realmente son hijos de Dios; su conducta virtuosa no es causa de su salvación, sino más bien su signo.
[…]

La doble predestinación es una espada teológica en manos de una Iglesia militante, cuyos soldados pueden justamente sentir que pertenecen a la asamblea de los elegidos. Desde luego, desde el punto de vista de la teología agustiniana, la Ciudad de Dios no es idéntica a la Iglesia visible, en la que podría haber, en efecto, e inevitablemente los hay, individuos indignos, futuros habitantes del infierno; finalmente sólo Dios separará el trigo de la barcia. Pero para un hombre fiel a la Iglesia el mensaje de la doctrina está claro: Yo me encuentro entre los privilegiados y muestro en esta vida las marcas de mi predestinación hacia la gloria. Lejos de ser una pasividad justificatoria, indiferencia o dejadez moral, la doble predestinación está bien diseñada para favorecer la militancia. Es la ideología de una secta de guerreros.

Era así en los tiempos de Agustín, y lo fue también en los tiempos de los primeros movimientos calvinistas.

La teología fatalista para el primer islam fue una fuente de beligerancia y autoconfianza; el mensaje coránico no era «no hagas nada porque todo lo que se hace está hecho por Dios», sino «tú eres el instrumento en las manos de Dios; sé valiente, no rehuyas la muerte; tú eres el hijo fiel de Dios y acuérdate siempre que todo lo que ocurre es voluntad de Dios finalmente se volverá hacia lo bueno».

Más tarde, el determinismo histórico tuvo una función similar en el movimiento comunista. El argumento de los intelectuales, empleado con frecuencia en las polémicas llevadas a cabo por los antimarxistas, de que «si todo está predeterminado por la necesidad histórica, para qué molestarse, mejor no hacer nada y que la historia se cuide de sí misma», ignoraba la psicología verdadera. Fue la misma creencia en la «victoriosa marcha de la historia», en la que se suponía que tenían que participar, la que proporcionó a los creyentes una energía movilizadora poderosa y una necesaria certeza de estar en el bando correcto. La lógica aparente de la inercia, ignava ratio, es contraria al impacto psicológico actual de las doctrinas fatalistas y deterministas una vez que se convierten en la expresión ideológica de los movimientos populares, y los calvinistas de los siglos XVI y XVII lo demostraron en medida no menor que los bolcheviques de nuestro tiempo…