Para objetar lo anterior, pueden traerse varios ejemplos. Me gusta este:
—¿Ha dejado ud. de golpear a su mujer?
La paradoja es fácil de explicar. Hay de por medio una proposición compuesta, que esconde dos proposiciones simples: Q=
«en el pasado, yo golpeaba a mi mujer» y R=«en el presente, golpeo a mi mujer». Igual se aplica el principio del tercero excluido, por supuesto (una proposición compuesta sigue siendo una proposición); pero hay una cuestión verbal acá, usos de nuestro lenguaje: la construcción «he dejado de golpear a mi mujer» se emplea para significar «antes la golpeaba, ahora no» [Q y no R] y la construcción «no he dejado de…» se emplea para significar «antes la golpeaba, ahora también» [Q y R]. En cambio, las reglas de la lógica dicen que no(Q y no (R)) = no(Q) o R.
Conclusión: en la lengua viva, agregar un «NO» delante de una frase no la convierte automáticamente en su negación lógica. Y por lo mismo, ateniéndonos a esos usos, la disyuntiva no vale: ambas, «P» y «no P» son falsas.
Dicho de otra manera: el propio planteo de la cuestión subrepticiamente está asumiendo algo. Aceptar la pregunta como válida, cualquiera sea la respuesta que demos, implica dar un dato por verdadero; en este caso: que en el pasado uno golpeaba a su mujer.
Así, una simple pregunta —una disyuntiva— puede ya ser todo un sofisma; como bien saben, en la práctica, tantos abogados, opinadores y panfletistas. Aunque pocas veces la falsedad de fondo sea tan fácil de exponer, o de reducir a una confusión lingüistica. De hecho, generalmente no vale la pena; porque no tenemos más herramientas que la razón —y el lenguaje—, y cuando falta la voluntad previa de usar bien esas herramientas —cuando falta la buena voluntad— lo mejor es ahorrar saliva.
Hace poco pasé por un sitio web de unos militantes ateos, algo más brutos que la media; en la portada desafiaban al creyente a responder unas pocas preguntas; las clásicas: si Dios todopoderoso puede crear una piedra tan pesada que ni él mismo pueda levantarla; si un Dios bueno y omnisciente puede tolerar el sufrimiento humano; si la oración -o el pecado- pueden alterar los designios de Dios, etc, etc. Y —proclamaban ellos, muy satisfechos de su propia inteligencia— no podías negarte a responder un simple «sí» o «no»; si te negabas, entonces tu sistema de creencias era automáticamente inconsistente y contradictorio.
Pero no se trata sólo de ateos adolescentes. Hay creyentes, hay profesionales del intelecto, que caen en esas disyuntivas viciadas. (Digamos una vez más, de paso, que no importa mucho distinguir si el sofista también se engaña a sí mismo o no; a cierta profundidad, esa distinción se desvanece). Y mídame usted esas culpas.
En los evangelios, los escribas y fariseos suelen interrogar a Jesús —el mismo que decía «que tu sí sea sí, y tu no, no»— enfrentándolo a disyuntivas varias. El a veces (no muchas) responde, pero a menudo se sale por la tangente (responde en otros términos, en verdad) y a veces no responde nada. Tantas respuestas oscuras, sibilinas, escurridizas…
—«¿Hay que pagar tributo al César, sí o no?»
—«¿Hay que apedrear a la adúltera, sí o no?»
¿No son acaso preguntas racionales y válidas? ¿No merecen una respuesta concluyente de parte de un rabí? Pues… parece que no. Y hay un caso peor (y lo traen por los tres sinópticos), en el que Jesús se contenta con devolver la pelota, tirándoles a los interrogadores una disyuntiva incómoda. Y así.
¿Son casos análogos a la disyuntiva que poníamos al principio? Yo creo, al hilo de lo dicho, que sí.
Y creo que la analogía también puede valer para unas cuantas disyuntivas frecuentadas por la derecha católica,
en sus diversos grados.
«¿Fuera de la Iglesia hay salvación, sí o no?»,
«Quien muere en pecado mortal va al infierno, y X es pecado mortal ¿sí o no?»
«Pío IX nos enseñó tal cosa en el Syllabus ¿qué enseñas tú, oh ambiguo Pablo VI…?».
Extraña que estos no alcancen a verse reflejados en aquellas preguntas de los fariseos (o los otros
ejemplos, las fáciles antinomias que exhiben los ateos o la misma cuestión inicial…); pero
es el sino de fanáticos y obsesos, no poder verse desde afuera. Y no es sólo el
contenido de las disyuntivas, sino el talante impaciente y crispado
con que las plantean, la creencia de que la respuesta verdadera no puede menos que ser tajante,
las pretenciones jactanciosas de intransigencia, y el desdén con que se reciben los argumentos
matizadores. Defensores de la verdad, se dicen y creen; al mismo triste y grosero modo que
los ateos cientificistas; y muy lejos de la magnífica delicadeza con que un Santo Tomás se
enfrentaba a esas cuestiones.
A mí se me hace que si, puestos ante el mal, debemos resistir la tentación de arrancar la cizaña
demasiado temprano, algo parecido podría decirse respecto de la contradicción.
Simone Weil