… Interrogaron a Rubin acerca de las últimas noticias, pero
él tuvo vergüenza de contar lo que había sucedido en diciembre.
No debía comportarse como un informador apolítico
y renunciar a la esperanza de reeducar a sus compañeros de prisión.
Pero tampoco podia intentar explicarles que estos tiempos eran complejos,
que la verdad socialista progresa en curvas y no sin distorsiones.
Por eso, había que seleccionar para ellos, de entre la historia (como
su subconciente seleccionaba para sí) esos acontecimientos
que iluminaban el camino principal, dejando de lado todo aquello
que pudiera oscurecerlo a sus ojos.
Parece casi inevitable, casi fatal que cada frase evangélica tenga doble filo, y que pueda ser usada
precisamente contra el espíritu evangélico —sea el usuario cristiano o no. Y el abuso pueden llegar al punto que, por reacción, uno pueda sentirse tentado
a rechazarla. Pero ese diciembre, aparte de las conversaciones soviético-chinas que habían estado arrastrándose, y del aniversario setenta del Líder del Pueblo, nada positivo había ocurrido.
Y contarles sobre el juicio de Traicho Kostov, donde toda la farsa del tribunal había sido una comedia grosera, donde a los corresponsales extranjeros se les había entregado, a las cansadas, una confesión escrita falsamente atribuida a Kostov, hubiera resultado vergonzoso, y hasta contraproducente a los fines de adoctrinamiento.
Entonces, Rubin se concentró en el triunfo histórico de los comunistas chinos…
A. Solyenitzin – En el primer círculo
Pienso ahora en aquella frase de «no escandalizar a los débiles en la fe», tan abusada por los unos y por los otros (y frecuentemente en yunta con la menos evangélica de «no dar pasto al enemigo»), en todas las acepciones de la palabra «fe». Excusa para acumular mugre bajo las alfombras y para cerrar los ojos a las verdades incómodas.
No deja de ser una obligación, de todas maneras, la de evitar escandalizar a los débiles; el asunto sería fundar esa obligación en la caridad auténtica (y el conocimiento de nuestra propia debilidad); y que esa obligación no disuene en nuestra alma con otras: la de no halagar los oídos (tampoco los propios), y la de proclamar desde los tejados lo que se dijo en secreto; y de última, estar en la verdad.