Tarde me di cuenta, como dice el tango, de que al fin y al cabo en esas estanterías no había mucho que abrevar. Estaba lindo, aquello de maldecir a la modernidad (sea la anticristiana o la progresista sedicente cristiana) y posar de reaccionario; imaginarse en la resistencia, con la bandera de un pasado glorioso (intelecto, espiritualidad y arte), desde los Padres de la Iglesia hasta… bueno, hasta no sabemos muy bien cuándo. (Y uno ya venía de otras jactancias módicamente elitistas: encontrar Ummagumma de Pink Floyd o el primero de Invisible en una disquería «no comercial»… menospreciar los hits y los best-sellers…). Pero la verdad era que… de aquel pasado glorioso, el sector religioso de las librerías de usados no parecía una muestra muy seductora.
Sí, bastante ingenuo lo mío. Pero, como decíamos el otro día, hay verdades incómodas para los partidos. Y acá dejo constancia de una, un hecho trivial que me llevó demasiado tiempo reconocer: los estantes con la etiqueta «religión» o «cristianismo» en las librerías de viejo de la ciudad de Buenos Aires son para llorar. Mientras es cómodo lamentar el ninguneo cultural y jugar a los sabios oprimidos, es incómodo preguntar por los quilates de aquella cultura, de la producción (intelectual, espiritual y artística) de los tiempos en que teníamos la sartén por el mango ( y de paso de la producida hoy, en las casi catacumbas; en calidad, si no en cantidad). Gente como Castellani o Bloy lo dicen, y lo lamentan … y más que lo otro. Pero son los menos, parece.
Bueno, ya está. Aprendido. Han pasado los años. Ya no frecuentamos tanto aquellas librerías, y cuando lo hacemos la etiqueta «religión» no nos inspira grandes expectativas. Pero, igual seguimos pispeando… porque donde menos se piensa, salta la liebre. Y la semana pasada saltó.
(pa’ que envidien los muchachos)