… Por eso estoy firmemente convencido de que vale la pena empeñar nuestras mejores energías en producir con entusiasmo nuestro gran festival, que, como lo entendía el sociólogo francés Émilie Durkheim, no se trata del festival concebido a la manera de una fiesta escolar o de una danza ritual, como si en nuestro caso redujéramos el Bicentenario a un evento que se va a celebrar en el año 2010. Se trata del festival concebido como un gran momento de entusiasmo colectivo, de efervescencia de la sociedad, que la hace revisar sus valores y normas, que la hace cuestionar lo que daba por descontado, que desrutiniza su cotidianidad y altera la mecánica de su reproducción.
Pues bien, nuestra apuesta es que, desde ahora, el Bicentenario se vaya constituyendo en ese gran momento de entusiasmo colectivo que permita replantearnos nuestros modos de construir la realidad y quebrar definitivamente la secuencia de las innumerables crisis que hemos venido padeciendo y que todavía sufrimos.
Si esta es la apuesta, si queremos que el Bicentenario se constituya en un festival a la Durkheim, entonces debemos comenzar a prepararlo y a organizarlo de inmediato porque, pese a las apariencias, momentos así no ocurren de manera espontánea precisamente en la medida en que implican romper con la lógica de sus antecedentes.
Lo dice -o se lo hacen decir- a José Nun, secretario de cultura de la nación e integrante, junto con los dos Fernández de bigote, del Comité Permanente (la boca se te haga a un lado) del Bicentenario.
Pues bien, nuestra apuesta es que, desde ahora, el Bicentenario se vaya constituyendo en ese gran momento de entusiasmo colectivo que permita replantearnos nuestros modos de construir la realidad y quebrar definitivamente la secuencia de las innumerables crisis que hemos venido padeciendo y que todavía sufrimos.
Si esta es la apuesta, si queremos que el Bicentenario se constituya en un festival a la Durkheim, entonces debemos comenzar a prepararlo y a organizarlo de inmediato porque, pese a las apariencias, momentos así no ocurren de manera espontánea precisamente en la medida en que implican romper con la lógica de sus antecedentes.
Hace unos cuantos años (eran tiempos de efervescencia y de entusiasmo colectivo, si no recuerdo mal) rondaba por acá una sentencia inapelable: si votás en blanco o si no votás, después no tenés derecho a quejarte del gobierno. Era así la cosa, incontestable. Ahora me da la impresión de que la sentencia ha perdido algo de su fuerza. Pero por las dudas que me equivoque (uno sale tan poco), y porque al fin y al cabo, qué más da… yo no me quejo.