« … aunque me llamen conservador, que es peor que reaccionario, … », decía en algún lado —si no recuerdo mal— Unamuno. Está claro (o al menos así lo vi yo, ignorante de contextos históricos o políticos) lo del vasco: desde su posición —vitalista, digamos— el reaccionario tiene un algo de romántico, quijotesco —agónico—… y el conservador en comparación es egoísta, pequeño y cobarde.
Así lo entendí yo, hace tiempo; y creí estar de acuerdo, naturalmente.
Lo recordé al leer
esto de Cioran, que habla desde otro lado. Y otros que hablan desde no sé dónde.
Y qué se yo… Será que a medida que uno se va haciendo grande cada
vez sabe menos cosas…. Aun dando por buena, provisionalmente y con todos los reparos, la clasificación reaccionario-conservador-progresista, no termino de entender a los que se hacen de eso una cuestión de bandería, ni aunque sea para combatir a una de ellas.
Si al menos se entendiera esa militancia al modo deportivo, como la entiende un integrante de la Asociación Pro Difusión del Esperanto o los Amigos del Carnaval de la calle Corrientes… Quizás, me digo, más o menos así la entendían los militantes políticos de otros siglos (incluso algunos conservadores)… quizás así también la entienden hoy aquellos que yo no termino de entender.
Pero a mí a veces me da la impresión de que los conservadores/reaccionarios/progresistas de hoy (y sus parientes analogados en terrenos religiosos y etc) tienden a ver las cosas en términos algo más universalistas y excluyentes… Sí, también en la Atenas de Pericles o en la Florencia del Dante se cocían habas, seguro; pero no sé si el militante ateniense más enardecido habría llegado a trasponer su «… lo que necesita la Atenas de hoy es…» al «… lo que necesita el Universo es…».
Y no sé si al florentino más agresivo habría sentido esa necesidad de montar sobre la estructura de sus amores y odios políticos ese vestido, esa racionalización justificadora a los ojos de la eternidad sobre la necesitan apoyarse —me da la impresión— tantos afanes militantes contemporáneos.
Y no me digan que, de hecho, no hay muchos que se auproclamen conservadores o reaccionarios o progresistas. Basta con batallar exclusivamente contra (o sólo dolerse de o enfurecerse con) un bando, para saber dónde se está parado. A los efectos de lo que estoy diciendo, al menos.
Está bien, es meritorio, defender lo que es bueno; lo que es bueno por el hecho de ser, lo que es frágil por ser terreno, lo que vemos amenazado por la torpeza destructora de tantos prójimos ciegos. Pero tampoco está mal recordar lo de la paja en el ojo ajeno. Incluso, acaso, lo de los tesoros en vasijas de barro; o aquello de Simone de que a veces son los imbéciles los que tienen razón… en contra nuestra, claro.
Personalmente, y ateniéndome a aquel trío, me parece evidente que cualquiera de ellos tiene —en principio— buenos motivos de defensa; y aun de ataque.
Conocido es el talante progresista ; y por más fastidiosos, zonzos o asfixiantes que nos resulten, no se puede negar la porción de razón que llevan: que la verdad es algo vivo, que hace falta cierta salud de alma para recibir lo nuevo y hasta -extremando algo la nota-
de ascesis, para no aferrarse a lo viejo; que
el afán de conservación, aun cuando lo supongamos (y no es poco) purificado de intereses personales, rápidamente degenera en anemia creadora y moho espiritual; que el talante apocalíptico y la tentación de las catacumbas no son más que eso: un talante (que debe ser ordenado) y una tentación (que debe resistirse); que hay momentos (e importa mantener el ojo alerta para reconocerlos) en que
«no hay nada que conservar y no sirven los conservadores,
nada que restaurar y no sirven los restauradores… hay que crear» (lo decía el nada progresista Castellani);
que -en clave cristiana ahora- suelen ser los profetas y los santos las primeras víctimas del celo conservador; y que -en fin- Cristo hace todo nuevo.
Del lado reaccionario o restaurador, se puede apelar a la tradición, al mandamiento de honrar (en sentido amplio) a los padres; y a la necesidad sagrada del arraigo, que reclama un trabajo en ese sentido; se puede invocar a Chesterton (hace falta estar estar vivo para nadar contra la corriente), a Lewis (cuando uno se ha metido en un camino errado, el verdadero progreso está en dar la vuelta), se puede invocar a los romànticos (Baudelaire, Dostoyevsky) y tantos otros (aunque casi ninguno gustará de colgarse aquel rótulo); incluso a Dolina … se puede hacer notar la especie de valentía y (también) de ascesis que representa resistir el empuje insolente de la masa, esclava de modas y hambrienta de novedades… en el sentido más vano de la palabra. Y advertir que si el amor es la norma suprema del cristiano, cabe una mirada amorosa hacia el pasado, que es algo que podemos contemplar como obra de Dios (a lo Simone Weil); con el futuro, no.
Y también del lado conservador, cabe decir parecidas cosas (contra el discurso progresista), y recalcar la obligación de cuidar lo que nos ha sido dado, en un mundo frágil en tantos órdenes (podría hacerse un paralelo con el ecologismo); podríamos también pegarle a progresistas y reaccionarios con el mismo palo (y también apelando a Simone): el de la realidad; notar que, unos hacia el pasado y otros hacia el futuro, ambos son escapistas, cómodos, románticos que presumen de amar grandes cosas… lejanas: lo que fue o lo que vendrá (pero quien no ama lo que ve, no puede decir que ama lo que no ve); que el presente es en primer instancia lo real, es «nuestro prójimo»; y la aceptación y el cuidado de las cosas presentes —frágiles, imperfectas, difíciles de amar naturalmente— es una obligación que se impone a la creación de cosas nuevas o la recuperación de las antiguas.
Estos sólo son esbozos de defensas, que podrían desarrollarse.
Y quizás convenga desarrollarlas todas. Y sabemos el peligro, esa vieja
jactancia sofística de sentirse capaz de armar alegatos contrarios. Igual.