«¡Qué gran desolación puede producir el hecho de tener razón en una discusión con gentes que, como es demasiado habitual, son incapaces de separar su yo de lo que sostienen cuando discuten! ¿Cómo llegar entonces, por nuestra parte, a una demostración irrebatible y hasta in re? Puede el otro sentirse tan humillado, que, salvo si se trata de algo muy serio, parece que hay que preferir ceder y replegarse, porque en los triunfos dialécticos demasiado brillantes hay algo o mucho de un campo después de una batalla, o de un vencido atado a la rueda de nuestro carro de triunfo. Y seguramente todos tenemos la experiencia de cierto sabor amargo del haber tenido razón».
José Jiménez Lozano. Advenimientos.
Visto en Bienvenidos a la fiesta; recomendable.
José Jiménez Lozano. Advenimientos.
Lo que la Iglesia denomina la Comunión de los santos es un artículo de fe, y no puede ser otra cosa. Preciso es creer en ello, como se cree en la economía de los insectos, en los efluvios de germinal, en la Vía Láctea, sabiendo muy bien que no puede comprenderse. Cuando uno se niega a ello, es, o un necio, o un perverso.
Se nos enseña, en la Oración Dominical, a pedir el pan nuestro y no mi pan. Para toda la tierra y para todos los siglos.
Identidad del pan de César y del esclavo. Identidad mundial de la impetración. Equilibrio misterioso del poder y de la debilidad, en la Balanza donde todo es pesado.
No existe un ser humano capaz de decir lo que es, con certeza. Nadie sabe lo que ha venido a hacer en este mundo, a quién corresponden sus actos, sentimientos y pensamientos; cuáles son sus más allegados entre todos los hombres, ni cuál es su nombre verdadero, su inmortal Nombre en el registro de la Luz. Emperador o mozo de cordel, nadie conoce su fardo ni su corona.
León Bloy (fácil de adivinar), en El Alma de Napoleón.
Se nos enseña, en la Oración Dominical, a pedir el pan nuestro y no mi pan. Para toda la tierra y para todos los siglos.
Identidad del pan de César y del esclavo. Identidad mundial de la impetración. Equilibrio misterioso del poder y de la debilidad, en la Balanza donde todo es pesado.
No existe un ser humano capaz de decir lo que es, con certeza. Nadie sabe lo que ha venido a hacer en este mundo, a quién corresponden sus actos, sentimientos y pensamientos; cuáles son sus más allegados entre todos los hombres, ni cuál es su nombre verdadero, su inmortal Nombre en el registro de la Luz. Emperador o mozo de cordel, nadie conoce su fardo ni su corona.
Según parece, un Instituto Napoleónico México-Francia (tomá mate) tuvo la ocurrencia de subir el texto completo de este libro, cuidada y con notas; la presentación del autor no está mal, a pesar de algunos objetables.
Bien por ellos, pues. Va una muestra:
Un hombre tiene lo que se llama una causa, algo que quiere en serio, pero dado que hay otros cuya tarea consiste en contrarrestrar, impedir, dañar, él debe tomar sus precauciones contra éstos, sus enemigos: de esto, cualquiera puede darse cuenta enseguida.
Pero que haya uno que, con la mejor intención, quizá sea mucho más peligroso por estar destinado a impedir que la causa verdaderamente llegue a algo serio: de esto, no cualquiera se da cuenta enseguida.
Cuando un hombre enferma de repente, acuden los bienintencionados en su ayuda; uno propone una cosa; el otro, otra. Si todos a la vez pudieran decidir, la muerte del enfermo sería segura; el consejo bienintencionado de uno ya sería quizá lo suficientemente preocupante. Y aun cuando no sucediera nada de esto y no se siguiera el consejo de todos los bienintencionados ni el de uno en particular, su presencia solícita y desconcertada de todos modos podría causar daño por cuanto se interpone en el camino del médico.
Así sucede también en un incendio. Apenas se escucha el grito de «iFuego!» cuando irrumpe en el lugar una masa humana, hombres simpáticos, cordiales, compasivos, serviciales, uno tiene una soga, el otro un balde, el tercero un matafuego, etc., todos hombres simpáticos, cordiales, compasivos y serviciales, que desean ayudar a apagar el fuego.
¿Pero qué dice el jefe de bomberos? El jefe de bomberos dice —sí, normalmente el jefe de bomberos es un hombre muy agradable y educado; pero en un incendio es lo que se llama poco delicado en sus expresiones— él dice, o mejor dicho, brama: «iOh, váyanse al infierno con todos sus baldes y matafuegos!». Y cuando estos bienintencionados se sientan quizá ofendidos y encuentren altamente indecoroso ser tratados de este modo y exijan ser tratados al menos con respeto, ¿qué dice entonces el jefe de bomberos? Sí, normalmente el jefe de bomberos es un hombre muy agradable y educado, que sabe mostrar a cada uno el respeto que se merece, pero en un incendio es otra cosa… Dice: «¿Dónde diablos está la policía?». Y si vienen entonces algunos agentes les dice: «Sáquenme de aquí a estos malditos hombres con sus baldes y matafuegos, y si no quieren irse por las buenas, sacúdanles un poco en las espaldas para que podamos deshacernos de ellos — y acceder».
Quiere decir que en un incendio el modo de ver las cosas es totalmente diferente al de la tranquila vida cotidiana. Aquello por lo cual en la vida cotidiana uno logra ser muy querido: la bondad, la mansedumbre y la buena intención, esto es sustituido en un incendio por palabras groseras y palazos en la espalda.
Y esto es totalmente correcto. Pues un incendio es algo serio y, siempre que se trate de algo serio, de nada sirve esa mansa buena intención.
No, la seriedad introduce una ley totalmente distinta: o lo uno o lo otro; o eres alguien que puede hacer algo en serio y tiene algo que hacer en serio, o, si no estás en esa situación, lo serio es justamente que desaparezcas. Si no lo entiendes por ti mismo, el jefe de bomberos te lo inculcará a través de la policía, lo que podrá resultarte muy provechoso y quizá contribuirá a hacerte un poco serio, de acuerdo con lo serio que un incendio es.
Pero, como en un incendio, así también sucede con las cosas del espíritu. Siempre que haya una causa para promover, un proyecto para poner en marcha, una idea para implantar — siempre se puede estar seguro de que cuando llega el que realmente es el hombre, el indicado, aquel que en un sentido más elevado tiene y debe tener el mando, aquel que tiene la seriedad y puede darle a la causa la seriedad que en verdad tiene — se puede estar seguro de que cuando llega al lugar, se encontrará, si se me permite decirlo así, con una jovial comparsa de tontos, que bajo el nombre de seriedad intenta chapuceramente servir a esta causa, promover este proyecto, implantar esta idea; una comparsa de tontos que naturalmente considera que negarse a hacer causa común con ellos (lo cual es justamente la seriedad) es una prueba segura de que al hombre en cuestión le falta seriedad. Yo digo que cuando el indicado llegue se encontrará con esto, o puedo decirlo también de esta otra manera: la cuestión de si es el indicado se decide en realidad por cómo se entiende a sí mismo en relación con esta comparsa de tontos. Si él considera que son ellos los que tienen que ayudar y que se potenciará en unión con ellos, eo ipso, no es el indicado. El indicado ve de inmediato, como el jefe de bomberos, que esta comparsa de tontos debe desaparecer, que su presencia y acción es la peor ayuda para sofocar el incendio. Pero en las cosas del espíritu no sucede como en un incendio donde el jefe de bomberos sólo necesita decirle a la policía: Sáquenme de aquí a esta gente.
Así sucede con todas las cosas del espíritu y así también en la esfera religiosa.
Pero que haya uno que, con la mejor intención, quizá sea mucho más peligroso por estar destinado a impedir que la causa verdaderamente llegue a algo serio: de esto, no cualquiera se da cuenta enseguida.
Cuando un hombre enferma de repente, acuden los bienintencionados en su ayuda; uno propone una cosa; el otro, otra. Si todos a la vez pudieran decidir, la muerte del enfermo sería segura; el consejo bienintencionado de uno ya sería quizá lo suficientemente preocupante. Y aun cuando no sucediera nada de esto y no se siguiera el consejo de todos los bienintencionados ni el de uno en particular, su presencia solícita y desconcertada de todos modos podría causar daño por cuanto se interpone en el camino del médico.
Así sucede también en un incendio. Apenas se escucha el grito de «iFuego!» cuando irrumpe en el lugar una masa humana, hombres simpáticos, cordiales, compasivos, serviciales, uno tiene una soga, el otro un balde, el tercero un matafuego, etc., todos hombres simpáticos, cordiales, compasivos y serviciales, que desean ayudar a apagar el fuego.
¿Pero qué dice el jefe de bomberos? El jefe de bomberos dice —sí, normalmente el jefe de bomberos es un hombre muy agradable y educado; pero en un incendio es lo que se llama poco delicado en sus expresiones— él dice, o mejor dicho, brama: «iOh, váyanse al infierno con todos sus baldes y matafuegos!». Y cuando estos bienintencionados se sientan quizá ofendidos y encuentren altamente indecoroso ser tratados de este modo y exijan ser tratados al menos con respeto, ¿qué dice entonces el jefe de bomberos? Sí, normalmente el jefe de bomberos es un hombre muy agradable y educado, que sabe mostrar a cada uno el respeto que se merece, pero en un incendio es otra cosa… Dice: «¿Dónde diablos está la policía?». Y si vienen entonces algunos agentes les dice: «Sáquenme de aquí a estos malditos hombres con sus baldes y matafuegos, y si no quieren irse por las buenas, sacúdanles un poco en las espaldas para que podamos deshacernos de ellos — y acceder».
Quiere decir que en un incendio el modo de ver las cosas es totalmente diferente al de la tranquila vida cotidiana. Aquello por lo cual en la vida cotidiana uno logra ser muy querido: la bondad, la mansedumbre y la buena intención, esto es sustituido en un incendio por palabras groseras y palazos en la espalda.
Y esto es totalmente correcto. Pues un incendio es algo serio y, siempre que se trate de algo serio, de nada sirve esa mansa buena intención.
No, la seriedad introduce una ley totalmente distinta: o lo uno o lo otro; o eres alguien que puede hacer algo en serio y tiene algo que hacer en serio, o, si no estás en esa situación, lo serio es justamente que desaparezcas. Si no lo entiendes por ti mismo, el jefe de bomberos te lo inculcará a través de la policía, lo que podrá resultarte muy provechoso y quizá contribuirá a hacerte un poco serio, de acuerdo con lo serio que un incendio es.
Pero, como en un incendio, así también sucede con las cosas del espíritu. Siempre que haya una causa para promover, un proyecto para poner en marcha, una idea para implantar — siempre se puede estar seguro de que cuando llega el que realmente es el hombre, el indicado, aquel que en un sentido más elevado tiene y debe tener el mando, aquel que tiene la seriedad y puede darle a la causa la seriedad que en verdad tiene — se puede estar seguro de que cuando llega al lugar, se encontrará, si se me permite decirlo así, con una jovial comparsa de tontos, que bajo el nombre de seriedad intenta chapuceramente servir a esta causa, promover este proyecto, implantar esta idea; una comparsa de tontos que naturalmente considera que negarse a hacer causa común con ellos (lo cual es justamente la seriedad) es una prueba segura de que al hombre en cuestión le falta seriedad. Yo digo que cuando el indicado llegue se encontrará con esto, o puedo decirlo también de esta otra manera: la cuestión de si es el indicado se decide en realidad por cómo se entiende a sí mismo en relación con esta comparsa de tontos. Si él considera que son ellos los que tienen que ayudar y que se potenciará en unión con ellos, eo ipso, no es el indicado. El indicado ve de inmediato, como el jefe de bomberos, que esta comparsa de tontos debe desaparecer, que su presencia y acción es la peor ayuda para sofocar el incendio. Pero en las cosas del espíritu no sucede como en un incendio donde el jefe de bomberos sólo necesita decirle a la policía: Sáquenme de aquí a esta gente.
Así sucede con todas las cosas del espíritu y así también en la esfera religiosa.
Con frecuencia se ha comparado la historia con lo que los químicos llaman un proceso. La comparación puede ser muy ilustrativa siempre y cuando se la entienda correctamente. Se habla de un proceso de filtrado; el agua se filtra y en este proceso se separan los componentes más impuros. La historia es un proceso con un sentido totalmente opuesto. Se introduce la idea — y con ello se inserta en el proceso histórico. Pero éste desafortunadamente no consiste —isuposición irrisoria!— en purificar la idea, que nunca es más pura que en su origen; no, consiste, de manera siempre creciente, en embrollar, trivializar, convertir la idea en disparate, vaciar la idea, introducir —lo contrario de filtrar— los componentes más impuros, ausentes en el origen, hasta que al final, por la acción conjunta de una serie sucesiva de generaciones de entusiastas que se reconocen mutuamente, se llega a que la idea se pierde totalmente y lo contrario de la idea llega a ser lo que ahora se llama la idea, lo cual, según se afirma, se alcanza mediante el proceso histórico en el que la idea se purifica y perfecciona.
Cuando finalmente llegue el hombre indicado, el que en el sentido más elevado tiene la tarea, quizá tempranamente elegido y paulatinamente educado para este asunto que es iluminar la causa, prender fuego a esta maleza, a todo el disparate, a todos los traidores de la verdad, a todas las artimañas de los canallas – cuando él llegue siempre se encontrará con una comparsa de tontos que en jovial efusividad seguramente estiman que algo anda mal y que hay que hacer algo, o que se han acostumbrado a hablar de que la cosa está terriblemente mal, a jactarse de hablar de ello.
Si él, el indicado, por un segundo viera mal y pensara que esta comparsa le servirá de ayuda, eo ipso, no es el indicado. Si se equivoca y se junta con esta comparsa, la providencia lo abandonará de inmediato por inútil. Pero él, el indicado, con medio ojo verá lo mismo que el jefe de bomberos, que la comparsa que bienintencionadamente quiere ayudar a apagar el incendio con un balde o un matafuego, que esta misma comparsa que bienintencionadamente quiere ayudar con un fósforo sin cabeza o una mecha mojada allí donde no se trata de apagar un incendio sino de prender fuego – que esta comparsa debe desaparecer, que él no debe tener nada que ver con esta comparsa, y entonces debe ser lo menos delicado posible en sus expresiones contra ellos, él que en otras circunstancias de ninguna manera hablaría de este modo. Sobre todo hay que quitarse de encima esta comparsa, pues su acción, bajo la figura de una cordial simpatía, extirpa la verdadera seriedad a la causa.
Naturalmente la comparsa se enfurecerá contra él, contra su terrible arrogancia y otras cosas por el estilo. Esto no debe afectarlo en lo más mínimo. Siempre que en verdad haya seriedad, la ley es ésta: o lo uno o lo otro; o soy quien en serio tiene que ver con la causa, llamado a ello e incondicionalmente dispuesto a arriesgarse de manera decisiva, o, si éste no es mi caso, entonces la seriedad es no ocuparme en absoluto de ello.
Nada es más repugnante ni más infame, traicionero y causante de una profunda desmoralización que esto: querer ser parte a medias ante lo que debe ser aut – aut, aut Cesar aut nihil, querer ser parte a medias, con cordial moderación, parlotear acerca de ello, y con este parloteo pretender mendazmente ser mejor que aquellos que no se ocupan en absoluto de toda la cuestión – pretender mendazmente ser mejor y dificultarle la causa a quien realmente tiene la tarea.
Cuando finalmente llegue el hombre indicado, el que en el sentido más elevado tiene la tarea, quizá tempranamente elegido y paulatinamente educado para este asunto que es iluminar la causa, prender fuego a esta maleza, a todo el disparate, a todos los traidores de la verdad, a todas las artimañas de los canallas – cuando él llegue siempre se encontrará con una comparsa de tontos que en jovial efusividad seguramente estiman que algo anda mal y que hay que hacer algo, o que se han acostumbrado a hablar de que la cosa está terriblemente mal, a jactarse de hablar de ello.
Si él, el indicado, por un segundo viera mal y pensara que esta comparsa le servirá de ayuda, eo ipso, no es el indicado. Si se equivoca y se junta con esta comparsa, la providencia lo abandonará de inmediato por inútil. Pero él, el indicado, con medio ojo verá lo mismo que el jefe de bomberos, que la comparsa que bienintencionadamente quiere ayudar a apagar el incendio con un balde o un matafuego, que esta misma comparsa que bienintencionadamente quiere ayudar con un fósforo sin cabeza o una mecha mojada allí donde no se trata de apagar un incendio sino de prender fuego – que esta comparsa debe desaparecer, que él no debe tener nada que ver con esta comparsa, y entonces debe ser lo menos delicado posible en sus expresiones contra ellos, él que en otras circunstancias de ninguna manera hablaría de este modo. Sobre todo hay que quitarse de encima esta comparsa, pues su acción, bajo la figura de una cordial simpatía, extirpa la verdadera seriedad a la causa.
Naturalmente la comparsa se enfurecerá contra él, contra su terrible arrogancia y otras cosas por el estilo. Esto no debe afectarlo en lo más mínimo. Siempre que en verdad haya seriedad, la ley es ésta: o lo uno o lo otro; o soy quien en serio tiene que ver con la causa, llamado a ello e incondicionalmente dispuesto a arriesgarse de manera decisiva, o, si éste no es mi caso, entonces la seriedad es no ocuparme en absoluto de ello.
Nada es más repugnante ni más infame, traicionero y causante de una profunda desmoralización que esto: querer ser parte a medias ante lo que debe ser aut – aut, aut Cesar aut nihil, querer ser parte a medias, con cordial moderación, parlotear acerca de ello, y con este parloteo pretender mendazmente ser mejor que aquellos que no se ocupan en absoluto de toda la cuestión – pretender mendazmente ser mejor y dificultarle la causa a quien realmente tiene la tarea.
Yo habría preferido «misión» en lugar de «tarea«. Pero es un hecho que no sé una palabra de danés, así que lo más serio sería no meterme…