Mirada libre

No trataré de justificar con razones las páginas que siguen; menos aún el sentimiento que me impulsa a escribirlas. Una vez más, y esta vez más que nunca, hablaré mi lenguaje, seguro de que no será comprendido más que por aquellos que lo hablan conmigo, que lo hablaban antes de haberme leido, que lo hablarán cuando yo no exista ya, cuando la frágil memoria de mis libros y de mí mismo hayan caído en el olvido. Son los únicos que me importan.
No desdeño a los demás. Lejos de desdeñarlos, desearía comprenderlos mejor, pues comprender es ya amar. Lo que separa a los seres humanos, lo que les hace ser enemigos, no tiene, quizá, ninguna realidad profunda. Las diferencias sobre las que se afanan en vano nuestra experiencia y nuestro raciocinio se esfumarían como sueños si pudiéramos echarles por encima una mirada lo bastante libre; pues el peor de nuestros infortunios es el de no poder dar al otro más que una imagen de nosotros mismos; imagen pobre, en la que el oído ejercitado descubre zonas de un silencio espantoso.
De «Los grandes cementerios bajo la luna», libro de Bernanos, sobre sus experiencias en la guerra civil española; libro que llevaba años buscando, y que estoy leyendo estos días, como quien bebe un vino añejo, exótico y al mismo tiempo familiar.

Escribo estos nuevos capítulos del Gran Miedo, no por placer, ni siquiera por gusto, sino porque, sin duda, es tiempo de escribir, puesto que no pretendo gobernar mi vida. Nadie, fuera de los santos, llegó nunca a gobernar su vida. Toda vida está bajo el signo del deseo y del temor, si no está bajo el signo del amor. Pero el amor ¿no es a la vez deseo y temor?
Quiero sólo que ella permanezca fiel, hasta el final, al niño que fui.
Sí; lo que tengo de honor, y este poco de valor lo tengo gracias a aquel ser, ahora misterioso, que corría bajo la lluvia de septiembre, a través de los campos mojados, con el corazón lleno del próximo retorno, lleno de los prados fúnebres, donde pronto lo acogerían el negro invierno de lecciones hediondas, de refectorios de aire viciado, de interminables misas de fanfarria, en las que un alma temblorosa no podría comulgar con Dios más que en el fastidio; gracias a aquel niño que fui y que es ahora para mí como un abuelo.
Sin embargo; ¿por qué habría yo cambiado? ¿Por qué habría de cambiar? Las horas me son contadas, las vacaciones van a terminar de todas maneras, y el cercano negro que me espera es más negro aún que aquel otro. ¿Por qué perdería mi tiempo juntándome con los hombres graves que se llaman aqui en España los hombres “dignos”, “honrados”?. Hoy, no menos que ayer, su frivolidad me asquea. Sólo que antes no comprendía mi asco. Además, temía convertirme algún día en uno de ellos. «Cuando tenga usted mi edad…», decían. Pues bien, ahora la tengo y puedo mirarlos de frente, seguro de no ser jamás como ellos. Me río de su seriedad, esa seriedad que se parece a su rostro, generalmente animado de una astucia austera, siempre decepcionada, siempre vana…
# | hernan | 21-febrero-2007