La conversación fue ayer, pero nuestras intervenciones se nos ocurren hoy.
Poco dotados que somos de virtudes repentinas —y menos cuando tenemos
delante seres humanos, en lugar de computadoras—
salimos mal del paso con una respuesta anodina, idiota, ininteligible;
acaso nos contentamos con quedarnos mudos.
Y hoy, repasando la situación, se nos cruza una multitud de
respuestas inteligentes y chispeantes; nos asombra, incluso, descubrir
detalles (frases y circunstancias) que venían como
a propósito para darnos pies. Montones de oportunidades
estupendas para lucirnos, y no agarramos una.
Y, aun concientes de la vanidad y la miseria de estas imaginaciones,
seguimos revolviendo la escena, y forjando diálogos en los que todos
los remates afortunados —para admiración del público, confusión
del adversario, y conversión del descarriado— son los nuestros.
Lo digo en plural, porque sospecho que es cosa bastante
común, si no universal. Recuerdo vagamente algunas referencias
novelescas (una muy lejana, creo que de Balzac; ¿»Ilusiones perdidas»?),
algo de Jerome K. Jerome…
Incluso esa manera ingenuamente tendenciosa que tiene la gente
de relatar las discusiones pasadas, el relator imponiéndose
con determinación, y el otro confundido y vacilante
(«»Bueno -me dice- no lo tomes así…», «Lo tomo como hay que tomarlo» -le digo «¿o acaso
vos la semana pasada no me decías que (bla bla bla)? ¿Eh? -le digo- ¿Es así o no es así?».
Ahí se quedó sin saber qué decir. «Bueeeno… pero eso era distinto» -me dice. «Ja! Qué!
¿Distinto por qué? ¿Eh? Mirá -le digo- mejor dejalo ahí, porque cada vez la embarrás
más…». Y ahí tuvo que cambiarme de tema… ¿Pero vos te das cuenta?»). Y esa gente que uno cruza por la calle, mascullando diálogos imaginados…
Debe ser cosa común, sí, en sus distintos grados.
Pero, como decíamos, hay algunos menos dotados
que el promedio en esos menesteres; sobre todo, los que encontramos
más fácil escribir que hablar, los socialmente torpes, lentos y retraídos.
Recuerdo que en mi juventud había imaginado (sin tomar demasiada conciencia
de mis motivos… y sin enjuiciarme por imaginarlo) el caso de una persona
que tuviera el poder de detener a voluntad el mundo,
de pausar el universo externo a su conciencia.
En mitad de un diálogo, el tipo -digamos- aprieta
un botón y todo se detiene… salvo su pensamiento; entonces él analiza
la situación con toda calma; revisa la historia, las psicologías y las circunstancias,
prevee reacciones y derivaciones, planea derroteros; al fin decide una respuesta
efectiva (parlamento o acto)… y -play- reanuda la acción. Para los
otros, no ha pasado ni una fracción de segundo; para él han pasado minutos, horas.
(Después encontré en un cuento
de Borges una fantasía similar, aunque con otra orientación).
Lo que a mí me interesaba de la cuestión era imaginar cuánto poder otorgaría
semejante don; poder de seducción (erótico, también; no exclusivamente pero tampoco
en último lugar), de influencia
y —es de temer— dominio, manipulación y desprecio.
Pensaba hoy todo esto, sobre todo esto último, a cuento de cosas mías.
Porque… al revolver una vez más en la cabeza esas imaginaciones,
junto que el asombro que apuntaba al comienzo, el de descubrir
(tarde) tantas insospechadas oportunidades en las circunstancias, y tanta insospechada creatividad
(tardía) en mí para forjar réplicas… al lado de eso, veía
crecer en mí otro asombro: el de descubrir cuánta
sorna, cuánta crueldad, cuánta dureza de corazón y falta de caridad soy capaz de segregar en esas agudezas incontestables [*] de mi imaginación.
Por eso, hoy no lamento mucho esas torpezas y lentitudes mías; más bien agradezco
que casi no se me concedan ocasiones de ejercer esa maldita creatividad… fuera de mis fantasías
(y ya quisiera también poder expulsarlas de ahí).
Y por eso, hoy, si alguien viniera a ofrecerme aquel don… ni regalado, vea.
[* Precisamente en esa cualidad, creo yo, reside el mal: la de ser una frase (imaginariamente)
incontestable. La cualidad de no pedir -antes más bien rechazar- una respuesta
digna de atención; la de construirse como un remate teatral que viene a cerrar un diálogo
—en realidad, a frustrarlo. Vanidad autocomplaciente, en los casos leves. Y en sus formas extremas (no raras),
cosas de fariseo, del que cree tener mucho que decir y enseñar, y nada que escuchar y aprender.
]