Paciencia

Los que me conocen saben que, en las cosas pequeñas, soy impaciente: no sé esperar un autobús. Pero en las grandes cosas, creo ser paciente, con una especie de paciencia activa, de la que quiero hablar un instante. Nada tiene que ver con una espera vacía, con una cierta capacidad de expectación cronológica.
Es una cierta cualidad del espíritu, o más bien del alma, arraigada en la convicción profunda y existencial, en primer lugar, de que es Dios quien dirige el juego y cumple a través de nosotros un Designio de gracia y, luego, de que para todas las cosas grandes es necesario un cierto tiempo de maduración.
No podemos dispensarnos de trabajar con el tiempo, a condición de que se trate no de un tiempo vacío sino de un tiempo en el que ocurre algo: la maduración de aquello cuya semilla ha sido confiada a la tierra. Esta paciencia profunda es la del sembrador que sabe que «se producirá germinación» (cf. Zac 3,8; 6,12).
Muchas veces he meditado la frase de san Pablo: «La paciencia produce una virtud probada, y la virtud probada produce la esperanza» (Rom. 5,4). Más bien cabría prever lo contrario: que sólo se puede esperar pacientemente si se tiene la esperanza, en el corazón. En cierto sentido es verdad; pero las palabras de san Pablo expresan otra verdad más profunda. Quienes no saben sufrir no saben esperar. Los hombres impacientes, que quieren tener enseguida el objeto de su deseo, tampoco saben esperar. El sembrador paciente, que confía su grano a la tierra y al sol, es la imagen misma de la esperanza. «A aquel que sabe esperar, todas las cosas acabarán siéndole reveladas, a condición de tener el coraje de no renegar en medio de las tinieblas de lo que ha visto en la luz» (Coventry Patmore).

Yves Congar
# | hernan | 7-febrero-2007