Revisitamos aquello sobre el mal
(sin olvidar aquello de Simona
ni aquello de Job). Veamos. ¿Qué estamos diciendo?
¿Estamos diciendo que es una estupidez afirmar «En el mundo hay demasiado sufrimiento
como para aceptar que Dios exista» porque no se puede poner
un «umbral de sufrimiento», porque la cantidad de mal en el mundo es cuestión
de grises graduales y relativos? No, no es eso.
Si alguien, al constatar la falta de muestras de afecto y de alegría mutua
de una pareja, dedujera que «ya no se quieren como antes»…
haríamos las reservas del caso, sí;
pero de ninguna manera diríamos que es absurdo concluir tal cosa
de tales signos, por más no podamos poner umbrales inequívocos.
Pero justamente, espero yo, el ejemplo ayuda a aclarar la diferencia.
Porque ahí -como la multitud de casos similares-
podemos poner razonablemente umbrales y rangos; y eso, porque vivimos en
un «universo» determinado (una cultura), y podemos sopesar causas y efectos, conocemos aproximadamente
los valores típicos de tales indicios y la significación de sus desvíos.
Podemos así decir, razonablemente, que «eso es normal», «eso es mucho», «eso es demasiado»,
«eso es demasiado poco».
Ahora… si nos detenemos a pensar en el paso que estamos dando, desde ahí
hasta decir que «en el mundo hay demasiado sufrimiento
como para aceptar que Dios exista»… no sé, a mí se me hace que hay un abuso de analogía,
y una confusión enorme de fondo.
No -repetimos- porque la existencia del mal no plantee una objeción o un misterio al que cree;
sino porque esa manera de plantear la cuestión, montada sobre una analogía
absurda, tiene que
denotar un malentendido. Y porque tal argumento escéptico
-se me hace- sólo puede justificarse si se dirige contra una concepción pueril
y acaso blasfema de Dios. Ahora, que esta concepción esté en la mente del creyente que defiende
a Dios o sólo en la del ateo que lo niega, es otra cuestión, y no me meteré allí.
Sólo diré, con toda timidez, que tal vez defender a Dios poniéndose en el plano
de esta objeción (es decir, aceptando su consistencia interna, intentando mostrar
su falsedad en lugar de su absurdo) puede ser más peligroso -más blasfemo?-
que lo otro, tanto para la fe de uno como para la del prójimo.
Pero, contraobjetarán: entonces al menos deberíamos dar cuenta de por qué ese absurdo
es tan extendido: si no expresara
(mal, si querés) una dificultad verdadera, difícilmente se nos impondría
como algo tan natural. ¿O diremos acaso que la interrogación que provoca
la existencia del sufrimiento en relación a Dios se debe adjudicar exclusivamente
a que tenemos una mala -imaginaria/pueril- concepción de lo divino y lo humano? ¿Acaso a los ojos
de un sabio -un santo- esta interrogación no se plantea -al menos no como una dificultad?
La dejamos picando.
¿Y entonces? ¿Qué cuernos estamos diciendo? ¿Estamos diciendo que Dios está taaaan lejos de nuestras
concepciones y es taaaaan grande que a su lado nuestras alegrías y nuestros
dolores son poco menos que nada, que en esa perspectiva no hay diferencia sustancial
entre el dolor de la mujer ultrajada y la del chico que perdió su juguete? ¿Y que así
como hoy, creciditos, nos sonreímos del niño que llora por una tontera, así algún día
nos sonreiremos al recordar las tragedias que han hecho llorar a los adultos?
No. Al menos, no del todo.
Aunque esta última imagen no deja de tener su miga, y en su plano -modesto- conviene tenerla presente (más sobre esto otro día); de todas maneras, sentimos que esa no puede ser la respuesta
última. Por varios motivos. Porque imponernos semejante perspectiva no nos aclara la cuestión,
sólo la minimiza; porque esa reducción del dolor a la insignificancia no podría dejar de extenderse
a todo: a la alegría, al bien y al mal, a la virtud y al pecado; tanto valdría ser un estúpido
materialista (en el peor sentido de la palabra).
C. S. Lewis rechazaba con energía esas
explicaciones del dolor que pretendían integrarlo en un Todo, como si sólo fuera cuestión de lograr
una mirada superior, sintética: «Si pudieras intuir el sentido último del universo,
si pudieras ver la cadena de causas y la perfección inmanente de todo lo que deviene, entonces verías
que ese cáncer de garganta que está matando a tu hijita tiene tanto de malo como esa
flor de durazno que ves por la ventana». «Condenadas tonterías», era la respuesta
de Lewis… en nombre del cristianismo (y el adjetivo era para tomar en sentido literal); y está
bien respondido. Para empezar, al menos.
Pero… ah, ya se nos coló el cristianismo.
¿Y qué? ¿Te incomoda meter al cristianismo en la discusión?
Diría que lo que a mí me incomoda es que el cristianismo se meta en cualquier momento en la discusión: diría que
hay que prestar atención para no meterlo demasiado temprano ni demasiado tarde. Y, en esta cuestión, podemos
suponer que la respuesta a la aporía inicial puede darla hasta cierto punto la filosofía y la (digamos) religión natural; y
pasado este punto, debe ser Cristo el que traiga la respuesta final (en el sentido en que podamos pretender una respuesta
final). Me parece que los «defensores de Dios» -los amigos de Job- suelen (o solemos: el que esté libre de pecado…)
mezclar los tantos —y con cierta mala conciencia: por un lado pretenden dar respuestas últimas que aparentemente no requieren
del hecho cristiano (la Encarnación del Hijo de Dios, y la Redención); respuestas que, por lo mismo, son fallutas, y terminan
contradiciendo otros argumentos que ellos mismos emplean a favor de de Dios (por ejemplo: minimizar el sufrimiento lleva, en ese plano, a miminizar también la alegría; y a socavar por lo tanto la noción de un Dios justo y providente, etc). Y por otro lado, y casi al mismo tiempo,
sacan de la manga el cristianismo como un comodín que viene a resolver demasiado fácil un acertijo difícil. Que esto último,
cuando se trata de un problema planteado en un ámbito no necesariamente cristiano, un problema que —hasta cierto punto—
puede y debe ser planteado y —hasta cierto punto— respondido en comunión de cabeza y corazón con hombres
no cristianos, sea algo tan reprobable como lo otro, parecerá a muchos cristianos algo discutible. Y lo será.
Pero… no sé, miren. Yo por ahora me quedo, una vez más, con el diálogo de Iván y Alioscha como modelo.
Porque ahí la dificultad viene planteada por el ateo, y el cristiano Alioscha no se resiste a comulgar con su visión. Y de hecho tiene bien poco
que refutar o responder; sólo al final, cuando Iván ha llevado la cuestión más allá de lo que la razón natural puede responder, sólo
entonces Alioscha, después de haber masticado y sufrido la cuestión, después de haberse negado a las soluciones
inhumanas, alude a Cristo. Iván entonces da vuelta la página, deja la cuestión, que queda, así, insuficientemente respondida (tal vez en el punto
justo en que debe quedar respondida … frente a un no cristiano), y pasa al famoso poema del Gran Inquisidor; no sin antes
hacerle notar a Alioscha que «me sorprendía que no lo hubieras sacado ya a relucir, pues vosotros soléis empezar
vuestras discusiones mencionándolo…». Parece un reproche a los cristianos, y puede ser un reproche justificado, creo. Bien por Alioscha,
pues, que no cayó en la trampa.