Lo venía pensando a cuento de Ana de Tejas Verdes, pero
puede aplicarse a muchísimos casos de la narrativa
de todos los tiempos: la curiosa emoción que sentimos
los espectadores al contemplar la felicidad del protagonista.
La satisfacción de presenciar una vida -o un momento
de una vida- vivida con algún tipo de plenitud.
Aunque se trate de una ficción; independientemente
de que podamos «identificarnos» (esa palabra…) con
el personaje de la ficción.
Curioso me parece, porque -a primera vista- no debería
ser así. De hecho, no siempre es así. Leía estos días,
en un foro de discusión sobre estudio Ghibli,
el comentario de un chico que, habiendo visto Whisper of the heart
(película romántica, con una protagonista adolescente
querible y querida… y final feliz) se declaraba deprimido
(«me dieron ganas de suicidarme») porque no podía dejar
de comparar esa adolescencia plena y dichosa del personaje
con la propia, gris y vacía. Una forma de envidia, si quieren;
pero envidia natural, al fin y al cabo, y aparentemente
justificable. Al que es pobre, cabe pedirle que se conforme
y trate de ser feliz en la medida que puede serlo, con lo que tiene,
sin envidiar al opulento. Pero pedirle además que no se amargue
sino que se alegre asistiendo a la exhibición de esos goces
que procura la riqueza, y que él no tuvo ni tendrá nunca…
parece demasiado… ¿no?
Pues, parece que no; en aquel sentido, al menos, parece que no.
Alguien intentó consolar a aquel espectador deprimido señalando
que no era para tanto, que la vida de la protagonista (Shizuku)
no era tan confortable (según los estándares del confort
de la clase media de EEUU, supongo) y no todo era color de rosa.
Pero no es esa la cuestión.
Pareciera más bien que esa capacidad natural que tiene
el hombre de disfrutar de la dicha ajena -en el sentido
en que estamos hablando- es un signo de salud; más,
una especie de exigencia (y al revés, su carencia es signo
de una falta de salud). Uno no sólo se alegra presenciando
la dicha de Ana de las Tejas Verdes, sino que
—reflexivamente—
se alegra de poder alegrarse.
Dicho lo cual, y dándolo por cierto, ahora uno debería dedicarse
a explicar por qué. Y no sería difícil rebuscar razones…
lo difícil es dar con la justa. Podríamos
referirnos al hombre como creación de Dios, citar
el Génesis, o a Chesterton; hablar de la felicidad
como vocación del hombre, la solidaridad -la comunión-
del género humano; el amor como alegría de que el otro
exista -y de que exista con plenitud-; citar a Tolkien,
con su análisis de la eucatástrofe y la emoción del
final feliz en los cuentos de hadas. Pero mejor no.
Porque, si todas esas cosas pueden tener su lugar, temo que
no den de lleno en el corazón del asunto. Y temo -ahora
y muchas otras veces- que por intentar meter los hechos
en mis esquemas de interpretación, me pierda el sentido
verdadero de los hechos. Además, habría que fijarse también
en el lado peligroso (sensiblería, escapismo, alienación)
de la cuestión.
Notemos sólo esto: no nos restringimos a los
finales felices, ni a la felicidad pura y simple.
Se trata más bien de la emoción de asistir
a la vida de un personaje, expresada con algún tipo
de plenitud: y esto puede abarcar la tragedia, y también
el melodrama.
Leon Bloy hablaba alguna vez (no ubico
la cita) del alma como un violín, de alguien que vivía
«tocando su alma» como quien toca un instrumento
musical. Podríamos tomar la imagen en un sentido
más general, pensar que vivir es comparable
a tocar una sonata. Acaso
esa emoción que estoy fatigosamente tratando de describir
-ya que no de explicar- tenga bastante paralelismo
con la satisfacción de escuchar una música bien tocada.
Y, como cualquier oyente con un mínimo oído puede
intuir (aunque sólo los que sepan música puedan
explicarlo), ese montón de notas
guarda una estructura y un sentido. Acaso
lo que nos satisface en el cuento de hadas,
como en la tragedia y en el melodrama, es
que las cosas tienen su lugar: la (oscura pero potente)
afirmación de un sentido.