Yo no creo mucho en eso de que conviene mirar
el pasado («conocer nuestra historia») para
evitar cometer los antiguos errores. En buena medida,
porque descreo de que -en general- sepamos
ver con especial lucidez esos errores pasados
(en tanto errores, y en tanto activos en el presente).
Más bien parece una forma de escapismo: los errores
que nos saltan a la vista en la vida de nuestros padres
son precisamente esos que no nos afectan directamente,
los que no nos tientan y -por lo mismo- en el fondo
comprendemos peor de lo que creemos.
Pero si repasar las necedades ancestrales
no sirve para eso, acaso tenga otra utilidad…
Pienso en la gente que -como uno-
tiene demasiada tendencia a impacientarse,
-al grado de la angustia, la ira o la desesperación-
por las necedades contemporáneas; sobre todo
las de tipo ideológico, las que combinan
esa masividad pomposa (la inteligenzia que «baja línea»)
con ese irritante provincianismo (de dimensión
cronológica, que no geográfica, ahora).
En ese sentido, acaso no venga mal mirar un poco
las miserias pasadas. Lamentemos, sí,
la necedad oficial de hoy; pero también
abramos alguna revista de 40 años atrás,
o un diario de principios de siglo XX;
tomémosle el pulso a la cultura oficial
de Europa del siglo XIX (via
Leon Bloy, o Baudelaire, o Dostoyevsky, o…),
o a la argentina (antes, durante
o después de Rosas); y sigamos más atrás,
Reforma y Contrareforma, Edad Media…
y tratemos de imaginarnos, («nosotros», los escasos
videntes en un mundo de ciegos, nosotros
los independientes
inconformistas políticamente incorrectos) respirando
el aire del lugar y el tiempo -con
sus próceres de moda y sus demonios de moda,
y los prejuicios y las necedades proferidas
por las lumbreras del momento con parejo énfasis y
pomposidad.
Me dirán que no es lo mismo, que nada que ver,
que ahora es incomparablemente peor
(porque… etc). Será. Pero no estoy seguro;
aunque sé poco y nada de historia, no me cuesta
imaginar que si me transportaran en el tiempo
me sentiría tan fastidiado como hoy, y el aire
me sería aún más irrespirable.
Tal vez, a pesar de todo, con nuestros
contemporáneos tenemos un espacio
común, y aun con los enemigos» compartimos más (incluso
intelectualmente) de lo que creemos.
—Lo dudo. La mentalidad moderna desde Descartes y Kant…
—Bueno, bueno. Dejemos eso por hoy.
Al menos, podés imaginarlo… ¿no?
—Apenas. Y no veo para qué. ¿Para consolarnos?
¿Decirnos: «bueno, no nos hagamos mala sangre,
las cosas no andan tan mal,
en todas las épocas hubo tal y cual necedad,
no seamos tan pesimistas ni tan críticos,
miremos a la modernidad con mejores ojos». Conozco
ese discurso. Tibieza y relativismo. Miedo
al apocalipsis. Bah.
—Habría que ver en qué medida esa mirada
tradicionalista-antimoderna sobre la historia
es verdaderamente apocalíptica (y en qué sentido
hay una obligación cristiana de ser «apocalíptico»).
Pero acá yo estoy apuntando a algo mucho más modesto.
Se trata de una pequeña sugerencia… terapéutica,
contra esos ataques de bilis que sabemos. El
estado de ánimo (de ánima) crispado, cuando es habitual,
es un mal signo. Que pongamos altos motivos como
explicación (la Verdad, el Mal que opera en el mundo
y sólo nosotros vemos) no mejora el asunto, más bien
lo empeora. Y no hace falta buscar muchas analogías
para pensar que, en general, el que está muy indignado
-habitualmente- haría bien en estar menos indignado.
Nos consta que algunos males se ven más chicos
con el paso del tiempo (los defectos -morales
o intelectuales- infantiles, por ejemplo), y
que sería necio preocuparse o
indignarse demasiado por males nimios -y ajenos.
Esto no es tibieza ni aflojamiento del sentido moral,
más bien es cordura, sentido de las proporciones, humildad…
y humor. Se trataría entonces de tomar algo de
distancia de las cosas(y mirarlas -realmente o imaginariamente-
en el pasado lejano, es una posibilidad), para verlas
mejor. Verlas con algo de la tolerancia, el humor
y hasta el afecto, con las que uno ve esos defectos
infantiles.
Para enojarse menos, sí. Pero sobre todo para ver mejor.
Y porque, al ver mejor, acaso veamos también que esas cosas
tan estúpidas en el nivel en que son enunciadas
acaso no lo son tanto en otros niveles. Y (sin llegar
al extremo de creer comprender todo, y creer que en el fondo
nada está mal) atisbar la necesidad -relativa- de tantos
aparentes absurdos, la función social -por ejemplo-
de tantas mitologías degradadas, y cosas asi.
Y además, y sobre todo: también sirve para conocerse mejor
uno mismo, y en relación al prójimo. Importa no olvidar
que, en el mejor de los casos, apenas vemos algo mejor que los
otros (y probablemente, los otros ven cosas que uno no ve);
pero, en comparación con la distancia que hay entre la Verdad
y yo, la distancia que hay entre yo y el otro siempre será
insignificante. Ver esto, y aceptarlo sin amargura; retomando
la analogía infantil (puesto que, tras ver el mundo
moral-intelectual del niño a la distancia, el segundo momento
es intuir que uno también es un niño) aceptarlo con amor;
y con humor.