—A ver. Al fin y al cabo ¿para qué vivimos?
—Ehmm… digamos que … para dar gloria a Dios.
—¿Y eso cómo se hace ?
—Hay que ser santo, por supuesto. La santidad es condición necesaria y suficiente para glorificar a Dios.
—¿Y en qué consiste, concretamente, eso de ser santo?
—Hacer todo (trabajar; vivir) para la gloria de Dios, claro está.
—Parece un círculo vicioso.
—Al contrario… por lo que se refiere al adjetivo. Por lo demás, sabrás que en buena filosofía el círculo es la figura perfecta.
—Dejate de filosofías (buenas o malas) y de jueguitos
de palabras. La verdad es que a mí eso de «ser santo» me suena demasiado ambicioso. Ahora, lo
de «trabajar por la gloria de Dios»… eso
me va mejor. Te digo más… creo que por ese lado
algo puedo llegar a hacer.
—¿Sí? ¿En qué tipo de trabajo pensás?
—Bueno, nada del otro mundo… decir que soy católico abiertamente, escribir cartas a los diarios, ir a las marchas contra el aborto. Armar un sitio web, incluso; o un blog católico… ortodoxo. Defender las verdades de la Iglesia ante los ataques insidiosos de este mundo anticristiano y…
—…
—¿Qué te pasa? ¿Por qué esa cara? No pretendo que mi obra sea gran cosa. No soy
la Madre Teresa, ni Juan Pablo II, trabajo en las medidas de mis posibilidades. Pero es «trabajo para la gloria de Dios». ¿O no?
—No sé; será. A mí lo que me asusta es que pongas todo eso como una alternativa a la santidad. Yo no dije
que «tenés que ser santo o trabajar para la gloria de Dios». Son cosas que se siguen una de la otra, y se alimentan entre sí. Un círculo, justamente…
—Mirá, yo soy un pecador; pero trabajo; otros hacen menos.
No seré un santo, pero trato de abrir los ojos de la gente a la verdad; y
puedo esperar que gracias a mi trabajo haya más católicos… y más santos. Y en la misa de hoy se leyó aquello de San Pablo, de que en la Iglesia «hay diversidad de ministerios», de carismas, de dones.
—¡Pero eso no podés aplicarlo a la santidad! La santidad no es un carisma o un ministerio que les toque a algunos cristianos. Es para todos, absolutamente…
—Eso suena muy lindo. El caso es que ni yo ni vos somos santos. Mientras tanto… yo trabajo.
Vos criticás, nomás; no sé si lo tuyo es más santo… sí diría que
es más cómodo.
— Eeehhh, calma, calma. No se trata de quién es más santo. Lo que importa es hacer la voluntad de Dios y esquivar las trampas
del diablo.
Acordate que lo mismo le da que uno se pierda
por carta de más o por carta de menos;
por atacar a Cristo o por defenderlo.
—No creo que nadie pueda perderse por defender
a Cristo. ¡Vamos!
—Tal vez no por defenderlo, propiamente.
Pero sí por imaginar defenderlo. Cuando ese «trabajo»
pasa a ser tiempo vital que uno malgasta para hacerse santo;
o peor, una excusa para no llegar a serlo, una coartada…
—Ah, claro. Entiendo. Para vos primero hay que ser santo,
y sólo después, cuando ya sos perfecto y no tenés una manchita
que limpiar en tu alma ni oración que rezar, ahí salís a predicar. Excelente. Con ese criterio, el mismo San Pablo (que decía que «no hago
el bien que quiero, hago el mal que no quiero») no debería haberse
largado a viajar y a convertir paganos…
—No dije eso. Volvemos (circularmente) a lo del círculo… Para empezar: la santidad no es un rango de impecabilidad
que uno alcanza -con suerte- en un determinado momento;
lo de «esperar a ser santo» es una ridiculez.
Y para terminar: lo que digo es que ese «trabajo» de glorificación de Dios debe estar en la línea de la santidad, debe ser causa y consecuencia de la santificación personal. Si no es así, es tiempo perdido, o algo peor (si es que hay algo peor que el tiempo perdido).
—¿Y por casa cómo andamos?
—¿Qué…?
—Hombre ¿qué es este blog que hacés, y qué es este post mismo? ¿No es un «trabajo», en ese sentido negativo? ¿Coopera todo esto para tu propia santificación? ¿A quién le estás hablando de coartadas y de excusas?
—Eehhhhhh…! Eso es trampa. Golpe bajo.
El personaje no puede volverse contra el autor, ¡dónde se ha visto!
—Ja. Preguntale a Unamuno.