Orden peligrosa

Esa orden me parece muy peligrosa porque no sólo los perfectos sino también los jóvenes e imperfectos que tendrían que estar sometidos durante algún tiempo a la disciplina conventual para doblegarse y ser probados, salen de a dos a recorrer el mundo.
Otra cita de «Las cruzadas» , de Regine Pernoud, librito apasionante que terminé hace poco. El que lo dice es Santiago de Vitry, obispo de Acre, alrededor de 1218, durante el sitio de Damieta (Egipto). Se refiere, claro, a la flamante orden franciscana. Precisamente, por esos días, el poverello de Asís andaba por Egipto, visitando los campamentos de los cruzados, y entrevistándose con el sultán. Dice el mismo Santiago de Vitry:
Vimos al primer fundador y maestro de esta orden, a quienes todos los otros obedecen como a prior; es un hombre simple e iletrado, amado de Dios y de los hombres; lo llaman hermano Francisco…
Impresionante, ese siglo XIII. Y, leído por los que lo vivieron, toda la historia de las Cruzadas es conmovedora. Habrá muchas lecturas, ya sé. Pero por ahora me quedo con esta. Una mescolanza de almas y motivos; ingenuidades brutales, para el bien y para el mal; heroísmos y traiciones, santidad e impureza (pero la misma impureza tiene algo de puro…).
Y por sobre todo: el fracaso. (En este siglo, sobre todo, las cruzadas fueron una larga serie de fracasos). Demasiado humano, dirá alguno. Pero justamente eso es lo que lo hace conmovedor.
La figura de San Luis, rey de Francia, sobre todo (héroe, santo; y «fracasado») es emocionante. Yo había leído alguna biografía (hagiografía) suya sin que me moviera demasiado; tuve que leer un librito de historia para admirarlo (…y en cuanto santo). Más para otra vez.

Esto que sigue es de Joinville, senescal y compañero de San Luis.
Por las heridas que recibí durante las Carnestolendas, la enfermedad del ejército me tomó la boca y las piernas y tuve unas fiebres tercianas dobles y un catarro de cerebro tan grande que el catarro me corría de la cabeza por las narices; y por esta enfermedad me metí en la cama, a mitad de la cuaresma.
Y mi sacerdote me cantó la misa delante de mi cama en mi pabellón, y él tenía la enfermedad que yo tenía. Sucedió que mientras consagraba el sacramento se desvaneció. Cuando vi que iba a caer al suelo, como tenía puesta mi cota, salté de la cama sin calzarme, lo tomé en mis brazos, y le dije que con toda tranquilidad consagrase su sacramento, pues yo lo sostendría hasta que hubiera terminado.
Volvió en sí e hizo su consagración y terminó de cantar entera la misa, y nunca más volvió a cantarla.
# | hernan | 16-mayo-2005