«Sin la transmisión del pecado original, sin este misterio que es el más incomprensible de todos, nosotros somos incomprensibles a nosotros mismos. El nudo de nuestra condición se desarrolla y se entrelaza en este abismo. De suerte que el hombre es más incomprensible sin este misterio que lo que es este misterio para el hombre.»
Lo decía Pascal, en su característico modo; a veces un poco forzado para mi gusto… pero si es forzado, también tiene fuerza.
Ahora… eso se puede decir de todos los misterios ¿no? De los misterios de verdad, en el sentido religioso («místico») de la palabra.
Para usar (y acaso forzar) otra vieja imagen: los misterios son de esas cosas que, aunque fijemos la vista en ellas, no podemos ver bien. Y no porque sean oscuras, sino al revés, porque son demasiado luminosas.
Para el caso, es lo mismo, dirá el cínico; no se ven.
No es lo mismo: porque lo luminoso ilumina. Si no podemos mirar el sol, sí podemos mirar -y gracias a él- lo que él ilumina. Que no es poco.
Bien que hoy estas comparaciones suenan a retórica vacía. Es una lástima; sobre todo porque, en general, tienen razón; en general, son retórica vacía.
Pues los misterios que el incrédulo ve como objeciones (y pienso en lo que decíamos la semana pasada, el caso de los «mostruos inocentes», y en general el dolor y el mal) muchos creyentes los ven como … eso: objeciones. Objeciones que, afortunadamente, podemos (o confiamos en que los sabios podrán) resolver, pero objeciones al fin. Un lugar de nuestro frente de batalla que se ve vulnerable, pero que tiene buena defensa.
Cuando debería ser nuestro punto fuerte, nuestro batallón de ataque.
(Y perdón por decir «nuestro»: no hablo del catolicismo exclusivamente…. y perdón por meter imágenes batalladoras en este contexto, a mí tampoco me llenan)