¿Qué debemos hacer con estas historias?
¿Seguir confiando a pie juntillas en ellas, como si nada, reprimiendo nuestro moderno «sentido crítico», y aun nuestro sentido del ridículo —y asumir que nuestros impulsos escépticos son simple falta de fe?
¿Considerarlas como puras fantasías, sólo útiles -religiosamente edificantes- en tiempos más infantiles (sea esto una virtud, un defecto, o ninguna de las dos cosas) pero que hoy, por una cuestión de urgente honestidad intelectual y de vivir con fruto nuestra fe en el tiempo que nos toca, debemos rechazar (en cuanto historias «reales»)?
¿O qué?
Ariel, el que inició el tema, se inclina por lo segundo.
Abel no está de acuerdo —claro que tampoco da por buena la primera opción— y entre otras cosas dice:
Es verdad, la exacerbada fantasía que parece querer «confirmar» el misterio de la Fe por medio de seudomilagros es nocivo para la Fe.
Pero no menos nocivo es que perdamos hasta tal punto la capacidad de poetizar que terminemos arrinconando lo poético sólo para nombrar el Misterio… y en definitiva tal vez ni lleguemos a poder nombrar el Misterio porque no sepamos ya cómo se hacía eso.
Si en vez de tomarlo como «pruebas» de la Fe (y por lo tanto, seudomilagrosas y falsas) entendieras estos relatos como el cerco en el cual se hace posible «ejercitar» nuestro lenguaje para poder nombrar el Misterio, tal vez adquirirías cierta prudencia con el uso de la palabra «fantasía».
[…]
Me parece una estupenda alegoría para utilizar la «historia» de la casa de Loreto como trampolín para explicar aspectos complejos y delicados de la fe.
Pienso que todas esas historias seudomilagrosas tuvieron originalmente ese sentido. Sólo cuando los creyentes dimos por tan obvio el arraigo de la fe entre el pueblo que dejamos de buscar caminos para propagarla y arraigarla más, es decir, sólo cuando la fe se clerizalizó (en la modernidad), esas «historias» pseudomilagrosas se desgajaron de su verdadero sentido y pasaron a formar una mitología absurda.
Ahora bien, para ello hay dos remedios, uno rápido y el otro lento.
El rápido es sacarse de encima todo lo que huela a mito, que es el camino que propoponía Ariel.
Para mi gusto, eso deja una fe racionalista, que al poco tiempo se pierde, porque no es auténtica.
El otro, más lento, es volver a conducir esos relatos a su fuente de sentido originario, para lo cual hay que hacer previamente el lentísimo trabajo de volver a ayudar a que la gente goce escuchando contar historias.
Estamos como cuando empezó la propagación del cristianismo: hay que realizar la doble tarea catequética y cultural: la catequética es acercar la fe al pueblo, la cultural es acercar al pueblo hacia su propio lenguaje, al que quedó escondido tras los disparates calculadores del racionalismo.
Creo que Abel tiene razón, aunque no estoy seguro de que
sea la respuesta completa. Pero por ahí debe andar el asunto, digo yo.
Pero no menos nocivo es que perdamos hasta tal punto la capacidad de poetizar que terminemos arrinconando lo poético sólo para nombrar el Misterio… y en definitiva tal vez ni lleguemos a poder nombrar el Misterio porque no sepamos ya cómo se hacía eso.
Si en vez de tomarlo como «pruebas» de la Fe (y por lo tanto, seudomilagrosas y falsas) entendieras estos relatos como el cerco en el cual se hace posible «ejercitar» nuestro lenguaje para poder nombrar el Misterio, tal vez adquirirías cierta prudencia con el uso de la palabra «fantasía».
[…]
Me parece una estupenda alegoría para utilizar la «historia» de la casa de Loreto como trampolín para explicar aspectos complejos y delicados de la fe.
Pienso que todas esas historias seudomilagrosas tuvieron originalmente ese sentido. Sólo cuando los creyentes dimos por tan obvio el arraigo de la fe entre el pueblo que dejamos de buscar caminos para propagarla y arraigarla más, es decir, sólo cuando la fe se clerizalizó (en la modernidad), esas «historias» pseudomilagrosas se desgajaron de su verdadero sentido y pasaron a formar una mitología absurda.
Ahora bien, para ello hay dos remedios, uno rápido y el otro lento.
El rápido es sacarse de encima todo lo que huela a mito, que es el camino que propoponía Ariel.
Para mi gusto, eso deja una fe racionalista, que al poco tiempo se pierde, porque no es auténtica.
El otro, más lento, es volver a conducir esos relatos a su fuente de sentido originario, para lo cual hay que hacer previamente el lentísimo trabajo de volver a ayudar a que la gente goce escuchando contar historias.
Estamos como cuando empezó la propagación del cristianismo: hay que realizar la doble tarea catequética y cultural: la catequética es acercar la fe al pueblo, la cultural es acercar al pueblo hacia su propio lenguaje, al que quedó escondido tras los disparates calculadores del racionalismo.