En «El paisano del Garona» (o «El campesino del Garona», según traducción), uno de sus últimos libros, escrito en los ’60 al cierre del Concilio Vaticano II, Maritain [*] -más bien de izquierda, por temperamento, como él mismo se califica- se explaya sobre los unos y los otros, en el contexto del catolicismo contemporáneo.
De ahí, copio abajo un fragmento en el que caracteriza el «integrismo», y sus culpas respecto de los excesos provenientes del otro lado… Pinta bastante bien, a mi ver, eso que yo a veces llamo (pedante y arbitrariamente) el «pathos lefevbrista» -la derecha católica, como se suele dar en nuestro ambiente hispano…
El integrismo es un
abuso de confianza cometido en nombre de la verdad.
[…]
En las fórmulas que congela, el integrismo ve y quiere unos medios humanos de seguridad, ya sea para la comodidad de los intelectos a los que lo establecido sobre bases fijas tranquiliza, dándoles a poca costa una buena ración de fidelidad, de coherencia interior y de firmeza, ya para la protección igualmente barata que esas fórmulas congeladas ofrecen a personas constituidas en autoridad y que se ahorran todo riesgo, blandiéndolas, prudentemente en lo tocante a ellos y rudamente con respecto a los demás, o ya sea por las facilidades de gobierno que procuran como instrumentos de prohibición, de amenaza más o menos oculta y de intimidación.
En definitiva, la primacía pasa así a la seguridad humana y a la necesidad de sentirse uno mismo garantizado psicológicamente y socialmente, gracias a los diversos sistemas de protección requeridos por esa primacía de la seguridad, el principal de los cuales consiste en un vigilante ardor para denunciar todo aquello que pudiese turbarla […]
…a menudo está ligado a una filosofía política y social que, dominada, también ella, por una necesidad secreta de seguridad ante todo, y esta vez no ya frente al movimiento de las ideas, sino frente al movimiento de la historia […] quiere la fuerza y el autoritarismo brutal, sobre todo cuando vienen de un poder usurpado, desprecia al pueblo y la libertad, y, a pesar de las apariencias a veces demagógicas, sirve de refuerzo a los intereses de los poderosos…
Interesante, a mi ver, no sólo para pensarlo en su
aplicación a la
derecha católica de hispanoamérica, sino también
al conservadurismo (político) del catolicismo
de EEUU, muy diferente del nuestro. La verdad es que, admirando com admiro
la vitalidad del catolicismo yanqui (muchos
blogs, Peter Kreeft y un largo etcétera),
y execrando como execro el progresismo laicista
que tienen enfrente,
no deja de incomodarme bastante
la profesión de conservadurismo -y de filocapitalismo-
que hacen muchos de esos católicos.
Pero, bueno, este es otro tema.En definitiva, la primacía pasa así a la seguridad humana y a la necesidad de sentirse uno mismo garantizado psicológicamente y socialmente, gracias a los diversos sistemas de protección requeridos por esa primacía de la seguridad, el principal de los cuales consiste en un vigilante ardor para denunciar todo aquello que pudiese turbarla […]
…a menudo está ligado a una filosofía política y social que, dominada, también ella, por una necesidad secreta de seguridad ante todo, y esta vez no ya frente al movimiento de las ideas, sino frente al movimiento de la historia […] quiere la fuerza y el autoritarismo brutal, sobre todo cuando vienen de un poder usurpado, desprecia al pueblo y la libertad, y, a pesar de las apariencias a veces demagógicas, sirve de refuerzo a los intereses de los poderosos…
Sigue abajo la larga cita de Maritain, en su contexto.
A modo de curiosidad: él mismo, cerca del final, menciona haber sufrido «acusaciones y denuncias integristas»; si no me equivoco, buena parte de esos ataques provenían de estos pagos: el Padre Meinvielle [*], sobre todo.
[* Cito los nombres de Maritain y de Meinvielle, en un blog destinado a lectores que no tienen por qué conocerlos… Estaba pensando que acaso debería armarme una especie de mini-enciclopedia o glosario … ¿no? Veremos…]
… El juicio merecido por los trabajos de los renovadores que
acomodan la teología ya sea a la salsa teilhardina, ya sea a
la salsa fenomenológica, no es difícil de establecer: son las
obras de un fatuidad apasionada por servir a los ídolos de
la época. Por efímeros que sean, esos hermosos trabajos
amenazan con desconcertar plenamente la conciencia cristiana
y la vía de la fe; y en lugar del verdadero fuego nuevo
exigido por nuestro tiempo, no aportan sino el humo de un
leño podrido que no llega a arder.
Los pretendidos renovadores de que se trata son unos retrógrados infortunados que quieren volver al punto cero para recomenzarlo todo, en una palabra, hacer retroceder nuestro pensamiento a través de los siglos y llevarnos a los tanteos de la infancia (de una infancia moderna, naturalmente, acostumbrada a los métodos audiovisuales, y que teclea sobre pequeñas máquinas de escribir).
No es así como se puede avanzar.
Es sin duda deseable que teólogos serios se tomen el trabajo de refutar los asertos, construcciones e hipótesis de esos retardatarios balbucientes que se creen unos pioneros; eso lleva siempre el riesgo de que sea tiempo perdido, pues no se gana nunca gran cosa atacando de frente a lo que León Bloy, a propósito de las expurgaciones gazmoñas de la literatura a las que se dedicaba el abate Bethleem, y que ahora parecen tan antediluvianas, llamaba «una creciente extraordinaria de estupidez».
Lo que el pueblo de Dios espera de la sabiduría teológica, es que tome la delantera y desbanque a los vanos doctores, renovando su propia problemática donde sea necesario, y descubriendo, en una fidelidad absoluta a las verdades ya adquiridas, nuevas verdades que se agregarán a las antiguas, y nuevos horizontes que enriquecerán y ampliarán el conocimiento, y esto no por medio de cualquier tentativa imbécil de ponerlo todo boca abajo para readaptarlo al gusto del momento, sino por un esfuerzo del espíritu para ver más profundamente en un misterio que nunca habrá terminado de escrutar.
Por lo demás, las tonterías del presente son bien a menudo un fenómeno biológico (un fenómeno intelectual sería demasiado decir) de reacción contra las tonterías del pasado, sobre todo del pasado reciente. De manera que, del examen de las pseudorrenovaciones que la fatuidad cronolátrica hace proliferar bajo nuestros ojos, surge otra conclusión; y es que se obtiene una notable confirmación de un hecho del que ya se estaba bien seguro, a saber: que eso que se llama integrismo es una miseria del espíritu doblemente nefasta, primero, en sí misma, y segundo, por las consecuencias que acarrea.
Primeramente en sí misma. El integrismo, es de suyo, un abuso de confianza cometido en nombre de la verdad; es como si dijéramos la peor ofensa a la Verdad divina y a la inteligencia humana. Se apodera de fórmulas verdaderas que vacía de su contenido viviente y que congela en los refrigeradores de una inquieta policía de los espíritus. En esas fórmulas verdaderas, no es la verdad lo que realmente le importa y lo que él ve ante todo -la verdad que exige ser comprendida en su justa medida y en su sentido exacto, y que nunca es cómoda (pues siempre implica el peligroso deseo de ir más lejos, de engendrar nuevas verdades y también de integrar, sea especulativamente las verdades de otro orden que el progreso del pensamiento hace surgir, sea prácticamente las verdades que las nuevas condiciones históricas por que atraviesan las sociedades humanas exigen descubrir).
En las fórmulas que congela, el integrismo ve y quiere unos medios humanos de seguridad, ya sea para la comodidad de los intelectos a los que lo establecido sobre bases fijas tranquiliza, dándoles a poca costa una buena ración de fidelidad, de coherencia interior y de firmeza, ya para la protección igualmente barata que esas fórmulas congeladas ofrecen a personas constituidas en autoridad y que se ahorran todo riesgo, blandiéndolas, prudentemente en lo tocante a ellos y rudamente con respecto a los demás, o ya sea por las facilidades de gobierno que procuran como instrumentos de prohibición, de amenaza más o menos oculta y de intimidación.
En definitiva, la primacía pasa así a la seguridad humana y a la necesidad de sentirse uno mismo garantizado psicológicamente y socialmente, gracias a los diversos sistemas de protección requeridos por esa primacía de la seguridad, el principal de los cuales consiste en un vigilante ardor para denunciar todo aquello que pudiese turbarla: nada más que todo eso, y aquí está el abuso de confianza, pues se propugna eso ¡tomando a Dios por testigo y en nombre de la santa Verdad! y para inhibir la búsqueda que la inteligencia, cuando es recta, no desea por el solo placer de buscar, sino por la alegría de encontrar, y que, a ese título, y como medio de entrar en posesión de más verdad, es inherente a esa actividad.
He descrito aquí el integrismo tomado en sí mismo. No hay por qué decir que muchos espíritus más o menos influidos por él van de buena fe, y que incluso hay algunos de gran valor; es en su inconsciente donde trabaja y extiende su veneno. Pero esa no es la cuestión.
En cuanto a las consecuencias que el integrismo trae consigo, estas son tanto más peligrosas cuanto que lo más a menudo está ligado a una filosofía política y social que, dominada, también ella, por una necesidad secreta de seguridad ante todo, y esta vez no ya frente al movimiento de las ideas, sino frente al movimiento de la historia, se fija en la reivindicación utópica del orden que hay que restablecer (perturbado —¿no es verdad?— por esta maldita fiebre de justicia de la que hay que curar a los hombres), quiere la fuerza y el autoritarismo brutal, sobre todo cuando vienen de un poder usurpado, desprecia al pueblo y la libertad, y, a pesar de las apariencias a veces demagógicas, sirve de refuerzo a los intereses de los poderosos y a un régimen de larga injusticia social que, al fin sacudido, busca a toda costa perpetuarse en medio de un mundo en desconcierto pero en progreso.
¿Cómo asombrarse de que las consecuencias que acarrea el integrismo con su habitual cortejo político y social, y por las frustraciones que producen en la inteligencia y en la sensibilidad cristianas, sean inevitablemente, en virtud del movimiento pendular de las cosas humanas biológicamente consideradas, una explosión de anarquía pueril en sentido contrario?
¿Cómo asombrarse de que, sobre todo en algunos maestros encargados de instruirnos, frágiles maestros llevados por la vanagloria, pero también en muchas almas generosas que no piden sino seguirles, embarullando, también ellos, lo político y lo religioso y confundiendo el auténtico rigor doctrinal con el abuso de confianza integrista, las consecuencias en cuestión se manifiestan por el bonito desbordamiento de inepcias teológicas, filosóficas o exegéticas, con las que actualmente se nos «regala» el oído?
Porque es un hecho que en los grados más diversos y bajo unas formas más o menos larvadas, el integrismo hizo estragos entre nosotros en el siglo pasado y en las primeras décadas de éste. Así pues, ¡cataplum!, el péndulo se va ahora hacia el extremo opuesto.
Esta comprobación no es de ninguna manera una excusa para el desbordamiento neomodernista que acabo de mencionar, y para la fatuidad, la debilidad o la cobardía de espíritu que revela. Nos hace ver simplemente que, si bien se mira, la estupidez y la intolerancia tienen siempre en la historia humana poco más o menos el mismo volumen y sólo pasan de un campo a otro cambiando de modo y estando afectadas por signos opuestos.
Si empleo la palabra intolerancia, es que en este momento el que no se acompasa y rehúsa creer en las fábulas más «avanzadas» lanzadas al mercado, es tratado como desecho digno del cubo de la basura. Yo mismo he sufrido no poco a causa de los procedimientos y acusaciones y denuncias integristas. Pero espero no haber perdido la cabeza por ello, y haber mantenido mi razón lo bastante libre de los traumatismos del resentimiento como para no ceder al delicioso y tan «consolante» movimiento pendular que arrastra a tantos queridos contemporáneos míos…
Jacques Maritain, «El paisano del Garona» (1965).
Los pretendidos renovadores de que se trata son unos retrógrados infortunados que quieren volver al punto cero para recomenzarlo todo, en una palabra, hacer retroceder nuestro pensamiento a través de los siglos y llevarnos a los tanteos de la infancia (de una infancia moderna, naturalmente, acostumbrada a los métodos audiovisuales, y que teclea sobre pequeñas máquinas de escribir).
No es así como se puede avanzar.
Es sin duda deseable que teólogos serios se tomen el trabajo de refutar los asertos, construcciones e hipótesis de esos retardatarios balbucientes que se creen unos pioneros; eso lleva siempre el riesgo de que sea tiempo perdido, pues no se gana nunca gran cosa atacando de frente a lo que León Bloy, a propósito de las expurgaciones gazmoñas de la literatura a las que se dedicaba el abate Bethleem, y que ahora parecen tan antediluvianas, llamaba «una creciente extraordinaria de estupidez».
Lo que el pueblo de Dios espera de la sabiduría teológica, es que tome la delantera y desbanque a los vanos doctores, renovando su propia problemática donde sea necesario, y descubriendo, en una fidelidad absoluta a las verdades ya adquiridas, nuevas verdades que se agregarán a las antiguas, y nuevos horizontes que enriquecerán y ampliarán el conocimiento, y esto no por medio de cualquier tentativa imbécil de ponerlo todo boca abajo para readaptarlo al gusto del momento, sino por un esfuerzo del espíritu para ver más profundamente en un misterio que nunca habrá terminado de escrutar.
Por lo demás, las tonterías del presente son bien a menudo un fenómeno biológico (un fenómeno intelectual sería demasiado decir) de reacción contra las tonterías del pasado, sobre todo del pasado reciente. De manera que, del examen de las pseudorrenovaciones que la fatuidad cronolátrica hace proliferar bajo nuestros ojos, surge otra conclusión; y es que se obtiene una notable confirmación de un hecho del que ya se estaba bien seguro, a saber: que eso que se llama integrismo es una miseria del espíritu doblemente nefasta, primero, en sí misma, y segundo, por las consecuencias que acarrea.
Primeramente en sí misma. El integrismo, es de suyo, un abuso de confianza cometido en nombre de la verdad; es como si dijéramos la peor ofensa a la Verdad divina y a la inteligencia humana. Se apodera de fórmulas verdaderas que vacía de su contenido viviente y que congela en los refrigeradores de una inquieta policía de los espíritus. En esas fórmulas verdaderas, no es la verdad lo que realmente le importa y lo que él ve ante todo -la verdad que exige ser comprendida en su justa medida y en su sentido exacto, y que nunca es cómoda (pues siempre implica el peligroso deseo de ir más lejos, de engendrar nuevas verdades y también de integrar, sea especulativamente las verdades de otro orden que el progreso del pensamiento hace surgir, sea prácticamente las verdades que las nuevas condiciones históricas por que atraviesan las sociedades humanas exigen descubrir).
En las fórmulas que congela, el integrismo ve y quiere unos medios humanos de seguridad, ya sea para la comodidad de los intelectos a los que lo establecido sobre bases fijas tranquiliza, dándoles a poca costa una buena ración de fidelidad, de coherencia interior y de firmeza, ya para la protección igualmente barata que esas fórmulas congeladas ofrecen a personas constituidas en autoridad y que se ahorran todo riesgo, blandiéndolas, prudentemente en lo tocante a ellos y rudamente con respecto a los demás, o ya sea por las facilidades de gobierno que procuran como instrumentos de prohibición, de amenaza más o menos oculta y de intimidación.
En definitiva, la primacía pasa así a la seguridad humana y a la necesidad de sentirse uno mismo garantizado psicológicamente y socialmente, gracias a los diversos sistemas de protección requeridos por esa primacía de la seguridad, el principal de los cuales consiste en un vigilante ardor para denunciar todo aquello que pudiese turbarla: nada más que todo eso, y aquí está el abuso de confianza, pues se propugna eso ¡tomando a Dios por testigo y en nombre de la santa Verdad! y para inhibir la búsqueda que la inteligencia, cuando es recta, no desea por el solo placer de buscar, sino por la alegría de encontrar, y que, a ese título, y como medio de entrar en posesión de más verdad, es inherente a esa actividad.
He descrito aquí el integrismo tomado en sí mismo. No hay por qué decir que muchos espíritus más o menos influidos por él van de buena fe, y que incluso hay algunos de gran valor; es en su inconsciente donde trabaja y extiende su veneno. Pero esa no es la cuestión.
En cuanto a las consecuencias que el integrismo trae consigo, estas son tanto más peligrosas cuanto que lo más a menudo está ligado a una filosofía política y social que, dominada, también ella, por una necesidad secreta de seguridad ante todo, y esta vez no ya frente al movimiento de las ideas, sino frente al movimiento de la historia, se fija en la reivindicación utópica del orden que hay que restablecer (perturbado —¿no es verdad?— por esta maldita fiebre de justicia de la que hay que curar a los hombres), quiere la fuerza y el autoritarismo brutal, sobre todo cuando vienen de un poder usurpado, desprecia al pueblo y la libertad, y, a pesar de las apariencias a veces demagógicas, sirve de refuerzo a los intereses de los poderosos y a un régimen de larga injusticia social que, al fin sacudido, busca a toda costa perpetuarse en medio de un mundo en desconcierto pero en progreso.
¿Cómo asombrarse de que las consecuencias que acarrea el integrismo con su habitual cortejo político y social, y por las frustraciones que producen en la inteligencia y en la sensibilidad cristianas, sean inevitablemente, en virtud del movimiento pendular de las cosas humanas biológicamente consideradas, una explosión de anarquía pueril en sentido contrario?
¿Cómo asombrarse de que, sobre todo en algunos maestros encargados de instruirnos, frágiles maestros llevados por la vanagloria, pero también en muchas almas generosas que no piden sino seguirles, embarullando, también ellos, lo político y lo religioso y confundiendo el auténtico rigor doctrinal con el abuso de confianza integrista, las consecuencias en cuestión se manifiestan por el bonito desbordamiento de inepcias teológicas, filosóficas o exegéticas, con las que actualmente se nos «regala» el oído?
Porque es un hecho que en los grados más diversos y bajo unas formas más o menos larvadas, el integrismo hizo estragos entre nosotros en el siglo pasado y en las primeras décadas de éste. Así pues, ¡cataplum!, el péndulo se va ahora hacia el extremo opuesto.
Esta comprobación no es de ninguna manera una excusa para el desbordamiento neomodernista que acabo de mencionar, y para la fatuidad, la debilidad o la cobardía de espíritu que revela. Nos hace ver simplemente que, si bien se mira, la estupidez y la intolerancia tienen siempre en la historia humana poco más o menos el mismo volumen y sólo pasan de un campo a otro cambiando de modo y estando afectadas por signos opuestos.
Si empleo la palabra intolerancia, es que en este momento el que no se acompasa y rehúsa creer en las fábulas más «avanzadas» lanzadas al mercado, es tratado como desecho digno del cubo de la basura. Yo mismo he sufrido no poco a causa de los procedimientos y acusaciones y denuncias integristas. Pero espero no haber perdido la cabeza por ello, y haber mantenido mi razón lo bastante libre de los traumatismos del resentimiento como para no ceder al delicioso y tan «consolante» movimiento pendular que arrastra a tantos queridos contemporáneos míos…