Vamos pues, a propósito de esto y de otras cosas, con algo de una carta de Leon Bloy a un amigo:
….Me ha escrito usted: «No me falta fe … Nadie tiene más amor que yo … Pocos hombres sienten más que yo el deseo
de la gloria de Dios«.
El santo que yo quisiera ser, le respondería:
—Mi querido P., amado de Jesús y de María ¿por qué no decir mejor conmigo, por qué no diremos juntos esto? : «Me falta fe …. Nadie tiene menos amor que yo… Pocos hombres sienten tan poco deseo de la gloria de Dios como yo«… Ah, cuán hermoso y cuán verdadero sería !
Si obedeciera usted a Nuestro Señor, que quiere ser comido todos los días, vería con claridad: no me habría escrito que «cree estar en la buena senda; que sólo puede reprocharse las debilidades cotidianas ; en suma, que no cree exigible un cambio radical en su manera de vivir«. Habría escrito exactamente lo contario, y al escribirlo hubiera sentido un deslumbramiento de amor, en lugar de tristeza y desolación.
¿Como no habría de comprenderlo ? A nada conduce decir que usted es un «mísero pecador». Lo es menos que yo, y nostros dos probablemente somos menos miserables pecadores que San Pablo antes del rayo.
Pero no se trata de eso. Se trata, sí, de obedecer a Dios; es decir, venderlo todo, abandonarlo todo, destruir en sí mismo el espíritu del mundo.
He aquí, querido amigo, lo que puedo decirle, de parte de «La que llora». Usted ha sido llamado, lo sé, lo veo, y tengo el deber de instruirlo al respecto. Los cristianos mundanos están inmóviles y satisfechos de sí mismos. Los otros, muy pocos, son torrentes siempre insatisfechos. Dios lo quiere a usted santo; no digo virtuoso ni intachable, que eso conviene a los burgueses, sino santo…. Quizá ignora que la conversión de la gente decente es incomparablemente más milagrosa que la conversión de los asesinos.
El santo que yo quisiera ser, le respondería:
—Mi querido P., amado de Jesús y de María ¿por qué no decir mejor conmigo, por qué no diremos juntos esto? : «Me falta fe …. Nadie tiene menos amor que yo… Pocos hombres sienten tan poco deseo de la gloria de Dios como yo«… Ah, cuán hermoso y cuán verdadero sería !
Si obedeciera usted a Nuestro Señor, que quiere ser comido todos los días, vería con claridad: no me habría escrito que «cree estar en la buena senda; que sólo puede reprocharse las debilidades cotidianas ; en suma, que no cree exigible un cambio radical en su manera de vivir«. Habría escrito exactamente lo contario, y al escribirlo hubiera sentido un deslumbramiento de amor, en lugar de tristeza y desolación.
¿Como no habría de comprenderlo ? A nada conduce decir que usted es un «mísero pecador». Lo es menos que yo, y nostros dos probablemente somos menos miserables pecadores que San Pablo antes del rayo.
Pero no se trata de eso. Se trata, sí, de obedecer a Dios; es decir, venderlo todo, abandonarlo todo, destruir en sí mismo el espíritu del mundo.
He aquí, querido amigo, lo que puedo decirle, de parte de «La que llora». Usted ha sido llamado, lo sé, lo veo, y tengo el deber de instruirlo al respecto. Los cristianos mundanos están inmóviles y satisfechos de sí mismos. Los otros, muy pocos, son torrentes siempre insatisfechos. Dios lo quiere a usted santo; no digo virtuoso ni intachable, que eso conviene a los burgueses, sino santo…. Quizá ignora que la conversión de la gente decente es incomparablemente más milagrosa que la conversión de los asesinos.