Más a mi favor

Sucede a menudo, entre personas que se tratan con cierta asiduidad: amigos, compañeros de trabajo o estudio…
Uno de ellos (digamos, A), una persona normal, comente una falta contra otro —uno de esos maltratos triviales y de poca monta que casi cualquiera comete casi todos los días: una palabra fuerte, una pequeña falta de paciencia, de delicadeza o de generosidad.
El otro (digamos, B), también una persona normal, no deja de sentir el maltrato pero no se muestra ofendido.
Ni se exigen disculpas, ni se ofrecen. Eso no ha sido nada, y la vida y la amistad siguen como antes.

Todo esto se explica, muy naturalmente, según en qué lugar estoy yo.
Cuando yo soy B, es que soy demasiado bueno. Soy incapaz de rencor y tolero las ofensas calladamente. No necesito reclamar disculpas.
Cuando soy A, es que soy demasiado bueno como para que se enojen conmigo por tan poca cosa. Todos me quieren —porque, repito, soy bueno— y automáticamente me perdonan todo. No necesito pedir disculpas.

Mi ángel de la guarda no parece muy satisfecho con esta explicación, que a mí me conforma plenamente. Pero ya se sabe: él siempre anda buscándole la quinta pata al gato.
# | hernan | 23-noviembre-2004