Kafka , Ulises y las sirenas

Me pregunta alguien si me gusta Kafka. Sí.
Me gusta Kafka. Al punto de causarme alguna tristeza ese uso vulgar y arbitrario del adjetivo «kafkiano» -empleado por periodistas o corresponsales de diarios para calificar algún trámite demasiado burocrático o cualquier cosa que les parece absurdamente complicada.
Alguno creerá leer en esta queja la indignación del intelectual pedante que se duele de la vulgarización de sus ídolos, que pretende como propiedad exclusiva. En mi defensa, sólo diré que Kafka me gusta, pero no tanto como para caer en eso.

Vaya uno de sus textos cortos —que prefiero a sus novelas, en general:
EL SILENCIO DE LAS SIRENAS:
Prueba de que también medios insuficientes y hasta pueriles pueden servir para la salvación.

Para protegerse de las sirenas, Ulises se tapó los oídos con cera y se hizo encadenar al mástil de su nave.
Naturalmente, algo semejante podrían haber hecho desde tiempo antiguo los viajeros (con excepción de aquellos a quienes las sirenas atraían desde lejos), pero todo el mundo daba por sentado que ese recurso no podía servir de nada. El canto de las sirenas lo traspasaba todo; y la pasión de los seducidos habría hecho saltar prisiones más fuertes que mástiles y cadenas.
Pero Ulises no pensó en ello, si bien quizás algo había llegado ya a sus oídos. El confiaba por completo en los trocitos de cera y en la atadura de las cadenas, y con la inocente alegría que le ocasionaba su estratagema marchó al encuentro de las sirenas.

Ahora bien: las sirenas tienen un arma más fatal aún que el canto: su silencio. Y si quizás es imaginable la posibilidad —aunque nunca ha sucedido tal cosa— de que alguien llegara a salvarse de su canto; pero de su silencio, ciertamente no. Ningún poder terreno podría resistir a la soberbia arrolladora generada por el sentimiento de haberlas vencido con las propias fuerzas.

Y, en efecto, al llegar Ulises, las poderosas cantantes no cantaron ; fuera porque creyesen que a aquel adversario sólo podían vencerlo con el silencio, o porque la contemplación de la felicidad reflejada en el rostro de Ulises, que no pensaba sino en su cera y sus cadenas, les hiciera olvidar todo canto.

Pero Ulises, por decirlo de alguna manera, no oía su silencio; creía que ellas cantaban, y que sólo él no las oía. Por un fugaz momento vio primero las gargantas de las sirenas, la respiración profunda, los ojos arrasados en lágrimas, los labios entreabiertos; pero creyó que esto acompañaba a las melodías que se alzaban, inaudibles, en torno de él. Pronto todo se deslizó fuera del campo de su mirada, fija en la lejanía, las sirenas literalmente desaparecieron ante su resolución, y, precisamente cuando más cercanas estaban, ya no supo de esos seres nada más.

Ellas, empero -más hermosas que nunca-, se erguían y giraban sus cuerpos, las chorreantes cabelleras ondeando libremente al viento y las garras abiertas sobre las rocas. No querían ya seducir sino sólo apresar, mientras fuese posible, el fulgor que despedían los grandes ojos de Ulises.
De haber tenido conciencia, las sirenas habrían sido destruídas aquel día. Pero allí quedaron; y solo ocurrió que Ulises logró escapar de ellas.

( Aquí, por lo demás, se ha transmitido un agregado a la historia. Se dice que Ulises era tan rico en astucias, tan zorro, que las mismas deidades del destino no podían penetrar en su fuero interno. Por más que esto sea inconcebible para la mente humana, tal vez Ulises supo del silencio de las sirenas y tan sólo representó tamaña farsa para ellas y para los dioses, en cierta manera a modo de escudo. )
# | hernan | 4-julio-2004