— (Abad José) … existe otra especie de locura, la de algunos que se cubren
con la máscara de la falsa paciencia.
Es propia de aquellos que, abofeteados, ofrecen la otra mejilla.
No se contentan con promover riñas y peleas en sus hermanos.
Van más allá: provocan con palabras ofensivas, poniéndolos
en peligro de reaccionar violentamente.
Si por ventura les dan un leve empujón, ni cortos ni perezosos
se ofrecen a recibir un segundo, so pretexto de cumplir
lo que el Señor dice en el Evangelio: «Si alguien te golpea en
una mejilla, ofrécele la otra» (*).
Ignoran el sentido y el fin que se propone la Escritura. Porque piensan que se ejercitan en la paciencia evangélica, excitando la ira de sus hermanos. Y en realidad de verdad lo que el pasaje bíblico nos manda aquí es que no debemos devolver mal por mal, procurando no irritar a nadie; y al mismo tiempo, mitigando con la tolerancia la ofensa recibida el furor de quien nos ofende.
— (Germán – un discípulo) ¿Cómo puede ser reprensible aquel que cumpliendo el precepto evangélico no devuelve mal por mal, sino que se muestra dispuesto a recibir otra afrenta del ofensor?
— (Abad José) Como dije antes, hay que considerar no sólo la acción en sí misma, sino la intención del alma y el fin con que se hace esa acción. Por lo mismo, considerando atentamente el designio y afecto con que se hace una cosa, veréis que no es imposible ejercer la virtud de la paciencia y mansedumbre con el espíritu contrario, como es el de la impaciencia y la ira. Por eso, queriendo el Señor enseñarnos la profunda mansedumbre y afabilidad, que no consiste en las palabras sino en la paz e íntimo afecto del corazón, nos propuso esa fórmula de perfección evangélica: «Quien te ofendiere en tu mejilla derecha, ofrécele también la otra». Se entiende, naturalmente, la otra derecha. ¿Qué otra derecha puede significar sino la del hombre interior?
Quiso así el Salvador desterrar de los repliegues más íntimos del alma toda ocasión de ira. Fue como decir: si tu derecha sostiene el ímpetu y el coraje del que te hiere, dispóngase también humildemente tu hombre interior a ser abofeteado. En otras palabras: a la vez que doblas y sometes tu cuerpo al ultraje del enemigo, rinde también e inclina tu corazón, para que al ser abofeteado el hombre exterior no se altere en lo más mínimo el hombre interior con las injurias recibidas.
Por lo tanto, los que se contentan con la actitud externa y se alteran interiormente, distan como el cielo de la tierra de la perfección a la que alude el Evangelio…
Ignoran el sentido y el fin que se propone la Escritura. Porque piensan que se ejercitan en la paciencia evangélica, excitando la ira de sus hermanos. Y en realidad de verdad lo que el pasaje bíblico nos manda aquí es que no debemos devolver mal por mal, procurando no irritar a nadie; y al mismo tiempo, mitigando con la tolerancia la ofensa recibida el furor de quien nos ofende.
— (Germán – un discípulo) ¿Cómo puede ser reprensible aquel que cumpliendo el precepto evangélico no devuelve mal por mal, sino que se muestra dispuesto a recibir otra afrenta del ofensor?
— (Abad José) Como dije antes, hay que considerar no sólo la acción en sí misma, sino la intención del alma y el fin con que se hace esa acción. Por lo mismo, considerando atentamente el designio y afecto con que se hace una cosa, veréis que no es imposible ejercer la virtud de la paciencia y mansedumbre con el espíritu contrario, como es el de la impaciencia y la ira. Por eso, queriendo el Señor enseñarnos la profunda mansedumbre y afabilidad, que no consiste en las palabras sino en la paz e íntimo afecto del corazón, nos propuso esa fórmula de perfección evangélica: «Quien te ofendiere en tu mejilla derecha, ofrécele también la otra». Se entiende, naturalmente, la otra derecha. ¿Qué otra derecha puede significar sino la del hombre interior?
Quiso así el Salvador desterrar de los repliegues más íntimos del alma toda ocasión de ira. Fue como decir: si tu derecha sostiene el ímpetu y el coraje del que te hiere, dispóngase también humildemente tu hombre interior a ser abofeteado. En otras palabras: a la vez que doblas y sometes tu cuerpo al ultraje del enemigo, rinde también e inclina tu corazón, para que al ser abofeteado el hombre exterior no se altere en lo más mínimo el hombre interior con las injurias recibidas.
Por lo tanto, los que se contentan con la actitud externa y se alteran interiormente, distan como el cielo de la tierra de la perfección a la que alude el Evangelio…