Una: antigua ya, pero la recuerdo, y la anoto para no olvidármela.
Boedo. La madre, joven, tonada cuyana o puntana o algo así (siempre
fui un desastre para distinguir); dos hijos, pongamos: 12 años la nena y 7 el varón. Viajamos parados, aunque no apretados; el chico medio parado sobre esos soportes horizontales para sillas de ruedas, y no sé qué le dice a la madre. Ella se ríe de sus gracias, y de los comentarios de la mayor. Y esa es toda la postal. Pero la risa de la madre… cómo describirla, cómo explicar por qué la recuerdo. Una risa pequeña, plena y contenida —nada de esa deplorable risa exagerada, exhibicionista y tribal de la adolescente porteña—, una alegría elemental, apretada y rebosante. Fue hace algunos meses. Ojalá que le dure.
Dos: hoy; Villa Crespo. Sube un vendedor, tipo grande y comienza su discurso.
Tras los pedidos de atención y disculpas de rigor, anuncia que tiene un problema de disfonía,
una enfermedad en las cuerdas vocales… como tal vez podamos notar, dice (pues… no); nos relata el historial médico, nos anuncia que le ha sido otorgado el grado de discapacidad 3 (???), lamenta la suerte de los discapacitados en Argentina, se pinta como futuro mudo y nos intima a imaginar ese destino. Después pasa a las ofertas: una colección insólitamente heterogénea de artículos de «remate de aduana» (lapicera, linterna, cepillos de pelo, reloj de bolsillo (!), lámpara portátil), cada cosa con su precio. Y si no le compramos nada, dice, bien le podemos dar unas moneditas, que eso nos cuesta poco. Nuevas lamentaciones sobre la suerte del discapacitado, y reproches contra la indiferencia del argentino, que prefiere mirar para otro lado, dice… o hacerse el dormido, o mascar chicle (y mira con ojos torvos a algunos pasajeros). Algunos le compran algo. No mucho. Recoge su bolso, sin dejar de quejarse, a todo volumen. Así son las cosas, pura indiferencia; la gente no sabe de solidaridad. El argentino es así, no le importa nada. Al fin salta una de esas viejas que nunca faltan: «Bueno, tampoco nos trate así; nos está agrediendo»… «Mire, estoy diciendo la verdad» … «Hay maneras de decir las cosas, usted así ofende»… «Es la verdad, nomás; lo que pasa que a la gente no le gusta oír la verdad, eso pasa», repite el tipo mientras va bajando del colectivo.
Y oigo que alguien murmura a mis espaldas: «Menos mal que se va a quedar mudo!».