Estaba viendo, y no por primera vez, un capítulo de «Conan, el niño del futuro», una vieja serie de Miyazaki
(¿les dije que me gusta Miyazaki?), la única serie de TV que hizo, antes de fundar estudio Ghibli. Y en una de las varias escenas dramáticas, en la que la pareja protagonista está al borde de la muerte, se me cruzó por la cabeza aquello de
«no puede ser que se muera acá… se terminaría la película».
Es la consideración que usamos, con suficiencia de conocedores, para calmar la ansiedad de los ingenuos —los niños— cuando el héroe se las ve negras (y en este caso, yo mismo sentía alguna ansiedad, aunque ya conociera el desenlace; es que las escenas bajo el agua, cuando falta el aire, me resultan algo angustiantes).
Consideración que se sigue naturalmente de dos premisas.
Primera: el personaje en cuestión es indispensable para el desarrollo de la historia: no puede seguir sin él.
Segunda: la historia todavía está lejos del final: todavía falta mucho.
Y, en efecto, así suele ser; en el caso de las películas y las series de TV.
Pero hasta ahí, nomás. Digo, porque… se me ocurre que a veces queremos creer que las premisas siguen siendo válidas (y por lo tanto, la conclusión) más allá: para nuestra historia, por ejemplo, o para la historia de este mundo.
Pero, claro, si uno lo piensa un poquito, no hay por qué suponer que la historia no pueda seguir sin uno.O que la historia (la de uno o la de todos) no esté en las últimas, y que en cualquier momento empezarán a pasar los títulos finales y a encender las luces. ¿No?
Ahí va la escena de la película, bajo el agua. Muy sencilla, humilde y expresiva.
El detalle central, la chica que le da aire al chico que se asfixia, es elemental pero de mucho efecto; supongo que ya se habrá usado alguna vez…
Escena de «Conan, el niño del futuro»; capítulo 8 de 26.
El bote en que Conan y Lana escapaban, de noche, fue bombardeado y hundido, cerca de la isla; reaccionan ellos cerca del fondo, se alegran de verse juntos (habían pasado tiempo buscándose) y se dirigen hacia la superficie. Pero Conan ha quedado atascado con sus esposas a los restos del barco. Lana intenta soltarlo, pero es imposible; sube ella entonces a tomar aire. Ni la fuerza enorme de Conan, ni sus pulmones, le alcanzan; se queda sin aire y se da por vencido.
Baja entonces Lana, acerca su boca a la de Conan, exánime, y sopla aire en sus pulmones; mientras vuelve a subir, le pide con los ojos que resista. Pero al segundo descenso llega agotada, se le escapa el aire y cae desmayada. Desesperado, Conan hace un último esfuerzo, logra romper las esposas y sale disparado con Lana hacia la superficie del mar, a la luz de la luna.