Éticamente hablando, la pasión más alta es la del interés (lo cual se expresa en que uno, a través de sus actos, transforma toda su existencia en relación con el objeto de su interés); mientras que estéticamente hablando la pasión más alta el la del desinterés.
Un hombre que se desprende de sí mismo a fin de alcanzar algo grande, sigue una inspiración de orden estético; un hombre que se desprende de todas cosas para salvarse a sí mismo, sigue una inspiración de orden ético. […]
La felicidad eterna sólo tiene relación con una persona verdaderamente existente, nunca con el orador que tiene la cortesía de incluirla en la lista de bienes que desea. La gente no suele animarse a negar ese bien; de modo que lo incluyen; pero justamente, al incluirlo, están mostrando que no lo incluyen. No sé si son para reír o para llorar, semejantes enumeraciones: un buen trabajo, una mujer hermosa, buena salud, prestigio y poder… y también la felicidad eterna. Es curioso que una persona, con sólo hablar de una cosa, pueda mostrar que no está hablando de esa cosa…
De esa manera, desear la felicidad eterna es doblemente absurdo; primero, porque se la desea como un bien adicional, como si fuera un regalo sorpresa en un arbol de Navidad; y segundo, porque se la desea: pues la felicidad eterna sólo tiene relación con la existencia, no con la dialéctica-estética de un genio que cumple tus sueños. […]
Pero me dirá alguno de esos caballeros voluntariosos, uno de esos hombres serios que quieren hacer algo para alcanzar la felicidad eterna: «¿No se puede determinar con certeza, claridad y brevedad qué es, al fin y al cabo, esa felicidad eterna? ¿No puede Ud. describírmela, mientras me afeito, tal como un poeta describe la hermosura de una mujer, la púrpura regia, o un país remoto?». Afortunadamente, no, no puedo hacerlo; afortunadamente no soy una naturaleza poética o un clérigo amable, pues entonces podría intentar hacerlo… y acaso lo lograra, acaso lograra reducir la felicidad eterna a categorías estéticas, de manera que el máximo de la pasión (pathos) se concentrara en la maravilla descriptiva. Y esto, aun cuando la tarea es , estéticamente hablando, desesperada: hacer algo —estéticamente— de una abstración como la felicidad eterna.
Porque —estéticamente— es muy apropiado que a mí, espectador, me encante la escenografía y la luz de luna teatral, y que regrese a casa satisfecho tras haber pasado una tarde agradable; pero, éticamente, sigue siendo cierto que no hay en mí otro cambio que el causado por mis actos.
Éticamente, es bien apropiado que la pasión más alta del individuo auténticamente existente se corresponda con lo que, estéticamente, es la idea más pobre: la de la felicidad eterna.
Y es apropiado (estéticamente entendido) lo que dicen los ingeniosos: que los ángeles son los seres más aburridos de la creación, que la eternidad es como un día interminable y aburridísmo (¡ya un solo domingo resulta aburrido!), una interminable monotonía, y que incluso la desdicha parece preferible. Éticamente, está bien que así sea, para que así el individuo existente no pierda su tiempo imaginando esto y lo otro, y en cambio se vea apremiado a actuar.
S. Kierkegaard
(De «Postcriptum acientífico conclusivo a las Migajas Filosóficas»)
PS: Que nadie me pida explicaciones sobre Kierkegaard, para mí
es tan enrevesado como para cualquiera, tómenlo o déjenlo.
Una observación, sólo: los que conocen (conocemos) el pensamiento
de K. a través de esquemas de segunda mano (Castellani, por ej.), tendrán en mente los «tres estadios»: estético – ético – religioso, y acaso se extrañarán del uso que se hace acá de la palabra «ética«, como la instancia más alta. Para aclarar la cuestión tal vez pueda
servir este ensayo que ya mencioné hace tiempo, y donde esta aparente paradoja es planteada explícitamente en los dos primeros párrafos.
La felicidad eterna sólo tiene relación con una persona verdaderamente existente, nunca con el orador que tiene la cortesía de incluirla en la lista de bienes que desea. La gente no suele animarse a negar ese bien; de modo que lo incluyen; pero justamente, al incluirlo, están mostrando que no lo incluyen. No sé si son para reír o para llorar, semejantes enumeraciones: un buen trabajo, una mujer hermosa, buena salud, prestigio y poder… y también la felicidad eterna. Es curioso que una persona, con sólo hablar de una cosa, pueda mostrar que no está hablando de esa cosa…
De esa manera, desear la felicidad eterna es doblemente absurdo; primero, porque se la desea como un bien adicional, como si fuera un regalo sorpresa en un arbol de Navidad; y segundo, porque se la desea: pues la felicidad eterna sólo tiene relación con la existencia, no con la dialéctica-estética de un genio que cumple tus sueños. […]
Pero me dirá alguno de esos caballeros voluntariosos, uno de esos hombres serios que quieren hacer algo para alcanzar la felicidad eterna: «¿No se puede determinar con certeza, claridad y brevedad qué es, al fin y al cabo, esa felicidad eterna? ¿No puede Ud. describírmela, mientras me afeito, tal como un poeta describe la hermosura de una mujer, la púrpura regia, o un país remoto?». Afortunadamente, no, no puedo hacerlo; afortunadamente no soy una naturaleza poética o un clérigo amable, pues entonces podría intentar hacerlo… y acaso lo lograra, acaso lograra reducir la felicidad eterna a categorías estéticas, de manera que el máximo de la pasión (pathos) se concentrara en la maravilla descriptiva. Y esto, aun cuando la tarea es , estéticamente hablando, desesperada: hacer algo —estéticamente— de una abstración como la felicidad eterna.
Porque —estéticamente— es muy apropiado que a mí, espectador, me encante la escenografía y la luz de luna teatral, y que regrese a casa satisfecho tras haber pasado una tarde agradable; pero, éticamente, sigue siendo cierto que no hay en mí otro cambio que el causado por mis actos.
Éticamente, es bien apropiado que la pasión más alta del individuo auténticamente existente se corresponda con lo que, estéticamente, es la idea más pobre: la de la felicidad eterna.
Y es apropiado (estéticamente entendido) lo que dicen los ingeniosos: que los ángeles son los seres más aburridos de la creación, que la eternidad es como un día interminable y aburridísmo (¡ya un solo domingo resulta aburrido!), una interminable monotonía, y que incluso la desdicha parece preferible. Éticamente, está bien que así sea, para que así el individuo existente no pierda su tiempo imaginando esto y lo otro, y en cambio se vea apremiado a actuar.
S. Kierkegaard
(De «Postcriptum acientífico conclusivo a las Migajas Filosóficas»)