…no es lo absurdo del mundo lo que suscita la rebelión,
es la rebelión quien introduce primero en el mundo el absurdo,
para buscar luego una justificación; los escritores de que hablamos tienen
necesidad del mal para rebelarse; porque el pesimismo es el
alimento necesario de la rebelión.
Lo primero es la voluntad de rebelión; y porque ellos tienen de antemano esa voluntad de rebelión, porque de antemano quieren decir no al mundo, porque de antemano quieren poner en duda la creación, porque de antemano quieren negarse a reconocer que este mundo es bueno, que es obra de Dios, por eso buscan por todas partes las razones qué les sirvan para rechazarlo, y por eso la rebelión inventa el pesimismo, busca el escándalo, subraya lo peor, se aparta de todo lo que pueda ser válido, y todo ello para poder decir el no que quiere decir.
Pero -se me dirá- hablar así, ¿no es minimizar todo lo qué en el mundo justifica la rebelión? En un mundo absurdo la rebelión es la única cosa todavía posible, el último refugio de la libertad. Esta negativa a sacar partido de su condición es la verdadera señal de la grandeza del hombre. En este sentido se la encuentra tanto entre cristianos como entre no cristianos. Los grandes rebeldes del mundo moderno son Rimbaud, Nietzsche, Camus, pero también Dostoievski, Bloy, Bernanos, todos aquéllos que, según las palabras de la Juana de Arco de Péguy, no «toman una resolución por nada». Se da entre espíritus tan distintos un cierto aire de familia, una comunidad de rebeldes.
Pero en el interior de esa comunidad, en ese plano de grandeza en que los reúne su rebelión común, ésta suena, sin embargo, de modo muy diferente.
(no podía yo dejar de citar un texto que pone a Dostoievski, Bloy y Bernanos en fila…)
Lo primero es la voluntad de rebelión; y porque ellos tienen de antemano esa voluntad de rebelión, porque de antemano quieren decir no al mundo, porque de antemano quieren poner en duda la creación, porque de antemano quieren negarse a reconocer que este mundo es bueno, que es obra de Dios, por eso buscan por todas partes las razones qué les sirvan para rechazarlo, y por eso la rebelión inventa el pesimismo, busca el escándalo, subraya lo peor, se aparta de todo lo que pueda ser válido, y todo ello para poder decir el no que quiere decir.
Pero -se me dirá- hablar así, ¿no es minimizar todo lo qué en el mundo justifica la rebelión? En un mundo absurdo la rebelión es la única cosa todavía posible, el último refugio de la libertad. Esta negativa a sacar partido de su condición es la verdadera señal de la grandeza del hombre. En este sentido se la encuentra tanto entre cristianos como entre no cristianos. Los grandes rebeldes del mundo moderno son Rimbaud, Nietzsche, Camus, pero también Dostoievski, Bloy, Bernanos, todos aquéllos que, según las palabras de la Juana de Arco de Péguy, no «toman una resolución por nada». Se da entre espíritus tan distintos un cierto aire de familia, una comunidad de rebeldes.
Pero en el interior de esa comunidad, en ese plano de grandeza en que los reúne su rebelión común, ésta suena, sin embargo, de modo muy diferente.
Existe un ambigüedad de la rebelión. Es un hecho que se
desconoce cuando se la quiere considerar en estado puro. La
rebelión, en efecto, se define por el hecho de decir no.
En primer lugar, se dice no a la injusticia. Rebelión y justicia son nociones correlativas. Una expresión de rebeldía aparece en el niño que, con los puños cerrados, en su rabia impotente, ve castigado al que no merecía castigo. Y ésta es la raíz de la rebeldía de muchos hombres. Se engendra en la muda indignación acumulada al ver que se desprecia lo que merece ser respetado y amado. Crece en presencia de la injusticia social o de la opresión política. Se convierte en revolución, cuando pasa a la conciencia de una comunidad de rebeldes que quieren romper sus cadenas.
Esta rebeldía es sagrada. Pero Camus nos ha enseñado a ver que es corta.
Lo que depende del hombre es limitado. La peor de las mistificaciones consiste en hacer creer a los hombres que pueden llegar a instaurar un reino de Dios en la tierra. Orientándolos hacia una solución ilusoria de la historia, se los aparta de las tareas reales. Sólo se puede hacer un poco de bien a los hombres, pero al menos se puede hacer ese poco de bien.
Esa solidaridad modesta en la que desemboca la obra de Camus, que denuncia implacablemente las ambiciones optimistas, que sabe cómo una cierta pretensión de airear la justicia sirve ordinariamente de pretexto a todos los terrores y cómo los crímenes de la razón son los más peligrosos de todos, es la expresión más justa de la rebeldía en el marco de la condición temporal del hombre.
Pero después de decir esto, se ve muy bien que nos hallamos sólo en el umbral del problema. Porque las injusticias sobre las que el hombre tiene poder son, en efecto, limitadas. La verdadera rebelión brota en el plano de lo que escapa al poder del hombre y sobre lo que el hombre avisado sabe que no tendrá nunca poder. Ninguna revolución, ningún progreso científico lograrán suprimir el escándalo que origina el hecho de que los niños mueran, que los justos sean perseguidos, que los pueblos se vean precipitados en las guerras. Y aunque el esfuerzo del hombre haga retroceder estos males, siempre quedará el hecho de que hayan existido.
El escándalo del sufrimiento del inocente condena al mundo y justifica la rebelión.
Este escándalo es imposible eliminarlo. El mundo, tal como se nos presenta, es injusto, hemos de reconocerlo. Todas las soluciones racionales, cristianas y ateas, resultan aquí irrisorias. Jamás se nos hará admitir el optimismo racionalista de Condorcet o de Marx, de Bossuet o de Teilhard. Nada peor que pretender justificar así a Dios.
Son precisamente esas apologías las que hacen perder la fe, porque vienen a ser rotundamente desmentidas por los hechos. Si debiéramos juzgar las cosas según las normas de nuestra justicia, Camus tendría razón al citar a Dios ante el tribunal de la justicia humana y al condenarlo en debida y perfecta forma mediante un juicio inexorable. Porque es evidente que, si la justicia consistiese en un reparto de bienes y males temporales proporcionado a la diversidad de méritos, el mundo que nosotros no se ajustaría a ella en modo alguno.
Pero en presencia de esta injusticia que se ha de empezar por reconocer, existe la rebelión de Nietzsche y existe la de Kierkegaard. Kierkegaard reconoce que el mundo no se ajusta a lo que nosotros llamamos justicia. Pero apela a otra justicia. La fe de Kierkegaard es fe en caminos escondidos, cuya sabiduría, sobrepasa a la nuestra. Y quizá es mejor así. Cuando se ve lo que los hombres hacen del mundo, cuando lo organizan según su manera de ver, puede preguntarse si después de todo no es preferible que otro distinto de ellos lleve a cabo aquí un plan que para nosotros permanece escondido, pero cuyas grietas, que son en el mundo el sufrimiento y la alegría, la muerte y la vida, nos dejan entrever su grandeza. El mundo, tal cual es, sólo da lugar a dos actitudes : la rebeldía y la fe. La fe no es la justificación del mundo. Al contrario, supone el escándalo, puesto que ella consiste en superarlo.
Pero ese acto de fe, llamamiento lanzado por el hombre, cautivo e incapaz de liberarse, a una salvación que le vendrá de otro, es precisamente lo que rechaza el rebelde.
Sin embargo, hay que hacer notar aquí que la rebelión ha cambiado de sentido. Ya no se trata de la rebelión contra la injusticia. Esta, lo hemos dicho, la admitimos nosotros. Ahora se trata de la rebelión frente a la dependencia. No es a la injusticia a la que se dice no, sino a la soberanía de Dios. Rebelarse es negarse a obedecer. Y aquí nos hallarnos en presencia de lo que es sin duda su sentido más profundo -y más tenebroso-. Todo lo demás, hasta aquí, se reducía a rechazar el mal. Pero aquí la rebelión es causa del mal. El mal, la injusticia, son el signo de la rebelión. La pura, la primera, la ejemplar rebelión, es la rebelión del ángel, raíz venenosa de donde procede todo el mal que suscita perpetuamente el misterio del mal que nos envuelve -y del que sólo Cristo nos libra.
Ahora bien, si la rebeldía, en el primer sentido de la palabra, aparecía como la expresión de la grandeza del hombre, de igual modo aquí -debo decirlo porque lo siento en todo mi ser- me parece expresar su mezquindad. Es la señal de un espíritu incapaz de la disposicion soberanamente grande de un corazón, la adoración, es decir, la capacidad de reconocer la grandeza, incluso cuando no se la posee. Y ésta es la señal misma de la generosidad del alma. Ella es la que crea la calidad incomparable de Dante o de Shakespeare, de Claudel o de Bernanos, de Juan de la Cruz y de Pierre de Bérulle. La rebeldía, en cambio, es aquí el gesto del que se halla centrado en sí, del que considera las cosas en función del tener…
En primer lugar, se dice no a la injusticia. Rebelión y justicia son nociones correlativas. Una expresión de rebeldía aparece en el niño que, con los puños cerrados, en su rabia impotente, ve castigado al que no merecía castigo. Y ésta es la raíz de la rebeldía de muchos hombres. Se engendra en la muda indignación acumulada al ver que se desprecia lo que merece ser respetado y amado. Crece en presencia de la injusticia social o de la opresión política. Se convierte en revolución, cuando pasa a la conciencia de una comunidad de rebeldes que quieren romper sus cadenas.
Esta rebeldía es sagrada. Pero Camus nos ha enseñado a ver que es corta.
Lo que depende del hombre es limitado. La peor de las mistificaciones consiste en hacer creer a los hombres que pueden llegar a instaurar un reino de Dios en la tierra. Orientándolos hacia una solución ilusoria de la historia, se los aparta de las tareas reales. Sólo se puede hacer un poco de bien a los hombres, pero al menos se puede hacer ese poco de bien.
Esa solidaridad modesta en la que desemboca la obra de Camus, que denuncia implacablemente las ambiciones optimistas, que sabe cómo una cierta pretensión de airear la justicia sirve ordinariamente de pretexto a todos los terrores y cómo los crímenes de la razón son los más peligrosos de todos, es la expresión más justa de la rebeldía en el marco de la condición temporal del hombre.
Pero después de decir esto, se ve muy bien que nos hallamos sólo en el umbral del problema. Porque las injusticias sobre las que el hombre tiene poder son, en efecto, limitadas. La verdadera rebelión brota en el plano de lo que escapa al poder del hombre y sobre lo que el hombre avisado sabe que no tendrá nunca poder. Ninguna revolución, ningún progreso científico lograrán suprimir el escándalo que origina el hecho de que los niños mueran, que los justos sean perseguidos, que los pueblos se vean precipitados en las guerras. Y aunque el esfuerzo del hombre haga retroceder estos males, siempre quedará el hecho de que hayan existido.
El escándalo del sufrimiento del inocente condena al mundo y justifica la rebelión.
Este escándalo es imposible eliminarlo. El mundo, tal como se nos presenta, es injusto, hemos de reconocerlo. Todas las soluciones racionales, cristianas y ateas, resultan aquí irrisorias. Jamás se nos hará admitir el optimismo racionalista de Condorcet o de Marx, de Bossuet o de Teilhard. Nada peor que pretender justificar así a Dios.
Son precisamente esas apologías las que hacen perder la fe, porque vienen a ser rotundamente desmentidas por los hechos. Si debiéramos juzgar las cosas según las normas de nuestra justicia, Camus tendría razón al citar a Dios ante el tribunal de la justicia humana y al condenarlo en debida y perfecta forma mediante un juicio inexorable. Porque es evidente que, si la justicia consistiese en un reparto de bienes y males temporales proporcionado a la diversidad de méritos, el mundo que nosotros no se ajustaría a ella en modo alguno.
Pero en presencia de esta injusticia que se ha de empezar por reconocer, existe la rebelión de Nietzsche y existe la de Kierkegaard. Kierkegaard reconoce que el mundo no se ajusta a lo que nosotros llamamos justicia. Pero apela a otra justicia. La fe de Kierkegaard es fe en caminos escondidos, cuya sabiduría, sobrepasa a la nuestra. Y quizá es mejor así. Cuando se ve lo que los hombres hacen del mundo, cuando lo organizan según su manera de ver, puede preguntarse si después de todo no es preferible que otro distinto de ellos lleve a cabo aquí un plan que para nosotros permanece escondido, pero cuyas grietas, que son en el mundo el sufrimiento y la alegría, la muerte y la vida, nos dejan entrever su grandeza. El mundo, tal cual es, sólo da lugar a dos actitudes : la rebeldía y la fe. La fe no es la justificación del mundo. Al contrario, supone el escándalo, puesto que ella consiste en superarlo.
Pero ese acto de fe, llamamiento lanzado por el hombre, cautivo e incapaz de liberarse, a una salvación que le vendrá de otro, es precisamente lo que rechaza el rebelde.
Sin embargo, hay que hacer notar aquí que la rebelión ha cambiado de sentido. Ya no se trata de la rebelión contra la injusticia. Esta, lo hemos dicho, la admitimos nosotros. Ahora se trata de la rebelión frente a la dependencia. No es a la injusticia a la que se dice no, sino a la soberanía de Dios. Rebelarse es negarse a obedecer. Y aquí nos hallarnos en presencia de lo que es sin duda su sentido más profundo -y más tenebroso-. Todo lo demás, hasta aquí, se reducía a rechazar el mal. Pero aquí la rebelión es causa del mal. El mal, la injusticia, son el signo de la rebelión. La pura, la primera, la ejemplar rebelión, es la rebelión del ángel, raíz venenosa de donde procede todo el mal que suscita perpetuamente el misterio del mal que nos envuelve -y del que sólo Cristo nos libra.
Ahora bien, si la rebeldía, en el primer sentido de la palabra, aparecía como la expresión de la grandeza del hombre, de igual modo aquí -debo decirlo porque lo siento en todo mi ser- me parece expresar su mezquindad. Es la señal de un espíritu incapaz de la disposicion soberanamente grande de un corazón, la adoración, es decir, la capacidad de reconocer la grandeza, incluso cuando no se la posee. Y ésta es la señal misma de la generosidad del alma. Ella es la que crea la calidad incomparable de Dante o de Shakespeare, de Claudel o de Bernanos, de Juan de la Cruz y de Pierre de Bérulle. La rebeldía, en cambio, es aquí el gesto del que se halla centrado en sí, del que considera las cosas en función del tener…