El padre Damián (belga; también beato ahora) había hecho un trabajo admirable y sacrificado. Pero no conseguía colaboradores que aguantaran la vida en la isla; o que lo aguantaran a él: parece que el cura tenía un carácter difícil y un trato tosco… Pero, cuando ya estaba leproso y con su obra en peligro de extinción, llegó José Dutton. Y poco después —cumpliendo una promesa hecha antes— la madre Mariana.
Quiero dedicarle unas palabras al «hermano José«, un raro y lindo tipo. Era un yanqui cuarentón, elegante, ex soldado de la guerra civil; dejaba atrás una vida mundana, un matrimonio deshecho, años de juerga y alcohol… luego vino la conversión, el bautismo, y hasta un intento frustrado de vida monacal con los trapenses de Kentucky («Ud tiene pasta de jefe», dicen que le dijo el abad «Y hay tanta gente que necesita ser dirigida!»). Poco después se enteró de la vida del padre Damián por una revista, y ahí se decidió a ofrecerse como colaborador (1886).
Fue recibido con desconfianza, pese a la carta de recomendación de un obispo y sus maneras convincentes y sencillas. Muchas personas han dicho que querían ayudarme, señor, —le dijo el cura secamente— varios se ilusionaban con la idea de ser mártires de la lepra. Pero eso no basta aquí. Dutton le explicó que no venía en busca de aventuras románticas, que era sano y buscaba un lugar donde su vida y su fuerza pudiera ser útil.
Para probarlo, Damián le propone un período de prueba algo prolongado (tres años), pero el otro responde: Quiero quedarme para siempre en Molokai. Y se quedó, nomás; no ya tres años, sino cuarenta y cinco.
Fue seguramente un enorme alivio para el padre Damián; aunque éste nunca prodigaba los elogios — ni el otro los esperaba.
Sólo una noche… sentados ambos en la galería, el padre inesperadamente le soltó:
—Usted ha sido un hombre eficaz, hermano.
Dutton quedó cortado, y balbuceó algo sobre limitarse a seguir los deseos del fundador… Este continuó, con su voz destemplada:
—Usted ha hecho la tarea más ingrata: la de seguir los trabajos iniciados por otro. Eso nunca es agradable. Pero usted lo hizo con buena voluntad. La buena voluntad es una cosa casi divina. Usted tiene una gran disposición para el bien, hermano.
Después se levantó para salir, quejándose de sus dolores y envolviéndose en la capa. Y desde el umbral lo bendijo.
Todo esto lo leí, hace mucho, del libro de Ann Ross. No es mucho, y vaya uno a saber cuánto hay de novela… Igual, el episodio se me ha quedado impreso en la memoria. Junto con una simpatía intensa —y que no sé explicarme del todo— por este José Dutton.