¿Y hasta qué punto? Digamos… hasta el punto en que el repudio del éxito deviene en repudio de la felicidad. Me dirán que todos desean la felicidad (es más, es una especie de axioma…); pero hay formas y formas de desear; hay formas desesperadas, que terminan despreciando ese mismo deseo.
Me dirán que esto puede suceder en pocos sofisticados, me dirán que es raro, que no es ese el problema del mundo actual, que los hombres en general hoy más bien pecan por buscar demasiado (y mal) la propia felicidad; y que sobre eso hay que «trabajar». Pero lo dudo. Creo más bien que las dos cosas, las dos formas de desesperación, van juntas. Existe -y acompaña como una sombra todas esas ruidosas pretensiones de felicidad trivializada que se ven por ahí- una especie de atracción morbosa por la desgracia, el ‘sucio vértigo de la tristeza’ (Bernanos), un pesimismo que parece cosa de sabios. No se trata ya del fracaso personal, humano y mundano (no definitivo, siempre con posibilidad de redención o reflejo celestial) sino del fracaso cósmico del mismo Dios; el mismo Dolina lo dice así «Puede concebirse un pesimismo todavía más hondo: el universo es tal vez un fracaso. Vivimos entre los restos melancólicos de un propósito maravilloso que salió mal.»
Una ensalada bastante venenosa de romanticismo con estoicismo, en el peor sentido de ambas palabras.
A propósito de esto puede venir bien esto de un libro de Danièlou que estoy leyendo estos días:
… Las relaciones entre el hombre y la felicidad
son francamente extrañas. La dicha escapa
a quienes la persiguen y visita a quienes no la buscan.
Como el Espíritu, sopla donde quiere.
Los antiguos la identificaban con la diosa Fortuna. Y los más sabios de entre ellos recomendaban no fiarse de ella.
Y es cierto que el modo de no verse jamás defraudado es no esperar nada. Pero esta sabiduría es a su vez muy pequeña. Porque la dicha es la vocación del hombre.
Más vale sufrir sin renunciar a la dicha, que encontrar la paz renunciando a ella. El hombre valiente es el que continúa creyendo en la dicha a pesar de todos los fracasos y todos los mentís. Al final, siempre brillará ante él el verdadero rostro de la dicha.
Porque la dicha, al fin de cuentas, no reside en la posesión de ningún bien particular, sino en el descubrimiento del sentido de la existencia y en la comunicación con lo absoluto. La tristeza está en la disgregación; nos invade cuando ya no sabemos adonde vamos; se halla en la división de los deseos, en la dispersión del corazón. La dicha está en la unidad. Habita en las profundidades del corazón, en un santuario inaccesible, donde no se encuentra a merced de nada. Por encima de la diversidad, la dicha es la unidad secreta de los acontecimientos, la que hace de ellos una vocación, la armonía fundamental de la existencia, su marcha hacia Dios.
Los hombres se equivocan cuando oponen el deber y la dicha. Un secreto orgullo les hace suponer que el deber es más puro cuando no espera recompensa. Hay en el fondo de esto un jansenismo al que los franceses son más propensos que otros. Montherlant reconoce que lo que lo atrae en Port-Royal es su noción de que el sufrimiento es la grandeza suprema.
Claudel, que creía en la dicha, tenía razón al denunciar ese masoquismo. Porque Dios quiere nuestra dicha. Nos pide que le permitamos hacernos dichosos.
La afirmación de la coincidencia final del bien y la dicha, de la libertad y el destino, es la reivindicación radical de la existencia humana, a pesar de todos los mentís evidentes que crean las apariencias. Y la afirmación es verdadera, no sólo para la vida futura, sino para la vida presente.
(Lo de la dicha como una plenitud que se da en la unidad
interior, en la no dispersión del corazón, tiene probablemente mucho que ver -y el mismo Danielou lo cita
alguna vez, creo- con lo que decía Kierkegaard, de que
«la pureza de corazón es querer una sola cosa«.)
Los antiguos la identificaban con la diosa Fortuna. Y los más sabios de entre ellos recomendaban no fiarse de ella.
Y es cierto que el modo de no verse jamás defraudado es no esperar nada. Pero esta sabiduría es a su vez muy pequeña. Porque la dicha es la vocación del hombre.
Más vale sufrir sin renunciar a la dicha, que encontrar la paz renunciando a ella. El hombre valiente es el que continúa creyendo en la dicha a pesar de todos los fracasos y todos los mentís. Al final, siempre brillará ante él el verdadero rostro de la dicha.
Porque la dicha, al fin de cuentas, no reside en la posesión de ningún bien particular, sino en el descubrimiento del sentido de la existencia y en la comunicación con lo absoluto. La tristeza está en la disgregación; nos invade cuando ya no sabemos adonde vamos; se halla en la división de los deseos, en la dispersión del corazón. La dicha está en la unidad. Habita en las profundidades del corazón, en un santuario inaccesible, donde no se encuentra a merced de nada. Por encima de la diversidad, la dicha es la unidad secreta de los acontecimientos, la que hace de ellos una vocación, la armonía fundamental de la existencia, su marcha hacia Dios.
Los hombres se equivocan cuando oponen el deber y la dicha. Un secreto orgullo les hace suponer que el deber es más puro cuando no espera recompensa. Hay en el fondo de esto un jansenismo al que los franceses son más propensos que otros. Montherlant reconoce que lo que lo atrae en Port-Royal es su noción de que el sufrimiento es la grandeza suprema.
Claudel, que creía en la dicha, tenía razón al denunciar ese masoquismo. Porque Dios quiere nuestra dicha. Nos pide que le permitamos hacernos dichosos.
La afirmación de la coincidencia final del bien y la dicha, de la libertad y el destino, es la reivindicación radical de la existencia humana, a pesar de todos los mentís evidentes que crean las apariencias. Y la afirmación es verdadera, no sólo para la vida futura, sino para la vida presente.