«Las alas del deseo» (prefiero con mucho
el título original: «El cielo sobre Berlín»)
es una película de Wim Wenders; no sé si de culto, pero
ciertamente bien conocida por los cinéfilos.
La volví a ver hace un par de semanas.
Película rara, algo fascinante para mí;
aunque no podría asegurar
que es buena, ni recomendarla.
Resumo. Trae esta poesía al comienzo -y como fondo-. Y ángeles.
Pero unos ángeles particulares: andan por las calles de Berlín,
visibles sólo para los niños (y nosotros, los espectadores)
bajo la forma de hombres (y mujeres) corrientes… en blanco y negro. Invisibles para el resto, casi eternos (recuerdan
hechos históricos, y el mundo anterior al hombre, el nacimiento de tal o cual río…),
se pasean entre la gente, escuchan sus pensamientos,
contemplan con ternura casi maternal esa extraña especie,
registran lo que más vale la pena observar (las pequeñas cosas, diríamos, si la expresión no hubiera sido malbaratada).
También tratan de llevar algún consuelo y aliento a los que sufren,
a veces con éxito.
Damiel y Cassiel, dos de ellos, se reúnen para
contarse sus contemplaciones; al parecer, para eso están el mundo… si es que propiamente «están en el mundo».
Damiel (Bruno Ganz), precisamente, empieza a desear salir de su condición angélica para entrar al mundo;
tener una historia propia, sentir frío, hambre, dolor físico…
sostener una manzana en la mano.
Ser un hombre, no un puro espíritu.
No se trata de un deseo crispado, o desesperado
(es un ángel «optimista», con perdón de la palabra);
no se trata de rebeldía. Es un deseo, nomás, que
va cuajando a lo largo de la película.
Hay otros personajes:
Marion, una camarera de bar que ahora está probando
fortuna trabajando de trapecista en un circo pequeño… con un vestido angélico-circense (con alas de plumas de gallina).
Busca consuelo de su vida solitaria y
gris escuchando música, en su tocadiscos y en recitales
de club (hay un par de escenas con Nick Cave cantando).
«Ser feliz, como lo soy ahora…», piensa, en la escena en que
sus compañeros de circo arman un pequeño festejo-despedida
(el circo fracasa, como es de rigor) a la intemperie,
entre las casillas rodantes, y ella bebe y canta con ellos, y se
siente -fugazmente- entre amigos.
Sospecharán acaso (o temerán) que el ángel se enamora de ella; sospecharán bien.
Está Homero, un anciano que recorre la biblioteca y la ciudad, recordando el pasado y haciéndose preguntas sobre el tiempo y las cosas.
El está lleno de memorias y de relatos, pero cada vez
son más raras las rondas de oyentes dispuestos a escucharlo.
Los hombres siguen cada cual su camino, buscan en soledad,
sin hablar entre sí. Pero, se dice Homero,
«cuando la humanidad se olvide de los contadores
de historias, ese día se habrá quedado sin niñez».
Y está Peter Falk, el viejo teniente Columbo de la TV,
que acá actúa en el papel de sí mismo: está participando
en otra película dentro de la película. Pasea por Berlín,
disfruta de las cosas (de los rostros de la gente, sobre todo,
que gusta dibujar).
Un atardecer, Damiel lo encuentra en la calle, en un puesto de
café…
y para su sorpresa Peter Falk parece sentirlo («No te veo, pero sé que estás ahí»).
Y empieza a hacer su encomio del mundo «carnal».
«Hay tantas cosas buenas, acá, no sabes… tantas… fumar un cigarro,
tomar un café
como éste… y si lo haces acompañado, es hermoso.
Dibujar: trazas una línea gruesa, otra fina… y entre las dos
hacen una buena línea.
Y un día frío como hoy, puedes juntar las palmas de tus manos, así… y las frotas despacio, una contra otra… no sabes lo bueno que es eso,
lo bien que se siente. Pero no puedes sentirlo, no estás aquí.
Quisiera que estuvieras aquí, que hablaras conmigo… porque soy un amigo… compañero» (la última palabra, en español)
y le ofrece, a tientas, la mano.
Con esto tienen el tema y -los que no la hayan visto- podrán
tal vez imaginar el resto.
Y sobre las lecturas que uno puede hacer (y hace) de todo esto,
sea para aprobar, rechazar o dudar, habrá otro post.
Mientras tanto,
dejo
algunos
enlaces.