…Además de los motivos que acabo de darle, hay algo más.
Dejando aparte lo que pueda acordárseme en cuanto a hacer el bien a otros seres humanos, para mí personalmente la vida no tiene otro sentido, y en el fondo jamás ha tenido otro sentido, que la espera de la verdad.
Experimento un desgarro que se agrava sin cesar, a la vez en la inteligencia y en el centro del corazón, por la incapacidad en que me encuentro de pensar al mismo tiempo, dentro de la verdad, la desgracia de los hombres, la perfección de Dios y el vínculo entre ambos.
Tengo la certeza interior de que esta verdad, si en algún momento se me concede, lo será solo en el momento en que yo misma me encuentre físicamente en la desgracia, y en una de las formas extremas de la desgracia presente.
Me da miedo que no me suceda. Incluso cuando era una niña y me creía atea y materialista, siempre albergaba el temor de fallar no en la vida sino en la muerte. Ese temor jamás ha cesado de volverse cada vez más intenso.
Un no creyente podría decir que mi deseo es egoísta, puesto que la verdad recibida en un momento tal ya no podría servir a nada ni a nadie.
Pero un cristiano no puede pensar así. Un cristiano sabe que un solo pensamiento de amor, elevado hacia Dios dentro de la verdad, aun cuando mudo y sin eco, es incluso más útil para este mundo que la acción más brillante.
Estoy fuera de la verdad; nada humano puede llevarme allí; y tengo la certeza interior de que Dios no me llevará de ninguna otra manera que de esa. Una certeza de la misma especie que la que está en la raíz de lo que se llama una vocación religiosa.
Es por esta razón por lo que no me puedo impedir tener el impudor, la indiscreción y la inoportunidad de los mendigos.
Como los mendigos, solo sé, a modo de argumentos, gritar mis necesidades,
Ante ello existe la respuesta terrible de Talleyrand: «No veo tanta necesidad».
Pero por lo menos usted no me responderá así…
Simone Weil, de una carta a Maurice Schumann (Londres, 1942).Dejando aparte lo que pueda acordárseme en cuanto a hacer el bien a otros seres humanos, para mí personalmente la vida no tiene otro sentido, y en el fondo jamás ha tenido otro sentido, que la espera de la verdad.
Experimento un desgarro que se agrava sin cesar, a la vez en la inteligencia y en el centro del corazón, por la incapacidad en que me encuentro de pensar al mismo tiempo, dentro de la verdad, la desgracia de los hombres, la perfección de Dios y el vínculo entre ambos.
Tengo la certeza interior de que esta verdad, si en algún momento se me concede, lo será solo en el momento en que yo misma me encuentre físicamente en la desgracia, y en una de las formas extremas de la desgracia presente.
Me da miedo que no me suceda. Incluso cuando era una niña y me creía atea y materialista, siempre albergaba el temor de fallar no en la vida sino en la muerte. Ese temor jamás ha cesado de volverse cada vez más intenso.
Un no creyente podría decir que mi deseo es egoísta, puesto que la verdad recibida en un momento tal ya no podría servir a nada ni a nadie.
Pero un cristiano no puede pensar así. Un cristiano sabe que un solo pensamiento de amor, elevado hacia Dios dentro de la verdad, aun cuando mudo y sin eco, es incluso más útil para este mundo que la acción más brillante.
Estoy fuera de la verdad; nada humano puede llevarme allí; y tengo la certeza interior de que Dios no me llevará de ninguna otra manera que de esa. Una certeza de la misma especie que la que está en la raíz de lo que se llama una vocación religiosa.
Es por esta razón por lo que no me puedo impedir tener el impudor, la indiscreción y la inoportunidad de los mendigos.
Como los mendigos, solo sé, a modo de argumentos, gritar mis necesidades,
Ante ello existe la respuesta terrible de Talleyrand: «No veo tanta necesidad».
Pero por lo menos usted no me responderá así…
Se trataba de intentar convencerlo sobre el proyecto de Simone para entrar a la Francia ocupada (o a Alemania) en una misión de guerra casi suicida. Naturalmente, su proyecto fue rechazado.