Falsa certidumbre

El catolicismo me ha dado mi visión del sur y probablemente te de a tí la tuya. Sé lo que significa verse repelido por la Iglesia cuando sólo puedes juzgarla según el patrón del católico jansenista-mecanicista. Pienso que la razón por la que tantos católicos producen rechazo es que no tienen verdaderamente fe, sino una especie de falsa certidumbre. Se atienen a sus cálculos, y para ellos la Iglesia no es el cuerpo de Cristo, sino una póliza de seguros barata. Nunca les resulta difícil creer, porque en verdad nunca piensan en ello. La fe debe mirar de frente todas las posibilidades a su alcance.

De todas maneras, no creo que sea cuestión de ansias de milagros. En realidad, los milagros resultan algo vergonzoso para el hombre moderno, una especie de escándalo. Muchos no tendrían problema en suprimir los milagros y reducir a Cristo a un maestro domesticado y falible.

Como sea, para descubrir la Iglesia has seguir tus propios caminos. A mí me ayudaron los novelistas católicos franceses: Bloy, Bernanos y Mauriac. En filosofía, Gilson, Maritain y Marcel -un existencialista. Por un tiempo todos parecían ser franceses, luego descubrí a los alemanes: Max Picard, Romano Guardini, Karl Adam. Los católicos estadounidenses parecían exclusivamente dedicados a escribir folletos parroquiales (a evitar a toda costa) y a instalar sistemas de calefacción; aunque hay unas pocas fuentes buenas, como Thought, una revista publicada en Fordham. En primavera fui a Notre Dame y conocí algunas personas muy inteligentes. En cualquier caso, el descubrimiento de la Iglesia tiende a ser un lento proceso, que sólo puede tener lugar si mantienes la mente abierta y no estás secretamente interesada en no creer.

De una carta de Flannery O’Connor a Cecil Dawkin, 16 de julio de 1957; de «El hábito de ser», que estoy leyendo. Aunque la edición española (ed. Sígueme, tapa dura, cara) deja mucho que desear en la traducción -que modifiqué acá (por ej., el traductor parece ignorar que «slide rule» es la regla de cálculo, hoy sinónimo de calculadora; y -sin ser nada puntilloso con esas cosas- escribir «iglesia» en minúscula cuando Flannery escribe «Church» está simplemente mal).

Me resulta muy simpática e inteligente esta Flannery, y hay mucho que espigar en este libro. Pero no estoy seguro de recomendarlo, son cartas… sólo interesantes, imagino, para los que ya leyeron —y gustaron— sus cuentos. De paso, creo que mis preferidos por ahora son «El negro artificial» y «La persona desplazada»; pero eso es muy cambiante, y les debo varias relecturas. (Y más de paso, descubro que la fotógrafa de esa tapa, Eudora Welty, era también escritora sureña, y Flannery la estimaba).

Me dan curiosidad varias de sus admiraciones: Teilhard de Chardin y el barón von Hügel en particular…

Otro fragmento, de otra carta, a propósito de esa conferencia pública que dio en Notre Dame:

… El salón estaba colmado, y tuvieron que traer sillas. Parece que resultaba un objeto curioso: una que escribía sobre la degeneración sureña, y a la vez era católica. La audiencia no era inquietantemente clerical, aunque había unas cuantas caras aniñadas bajo gruesos bonetes negros. Durante la charla fijé mi mirada en uno de ellos, que miraba para otro lado como si no creyese una maldita palabra; sin embargo, parecían impresionados, aunque no se rieron en los momentos indicados.

Al final, se me acercó una chica y me dijo: «No soy católica, soy luterana, pero por primera vez tengo esperanzas de que los escritores católicos puedan hacer algo». Le dije: «Por favor, reza para que logremos». Y respondió: «Lo haré, lo haré en Cristo». Y lo decía de verdad y lo hará, y son esas cosas las que hacen que estos viajes valgan la pena.

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