Interpretaciones desbocadas

Estoy leyendo El hábito de ser, cartas de Flannery O’Connor. En marzo de 1961 un profesor de literatura le escribió, «como portavoz de tres profesores de nuestro departamento y unos noventa estudiantes universitarios de tres clases, que durante una semana hemos estado discutiendo su relato Un hombre bueno es difícil de encontrar…» Habían llegado a la conclusión de que toda la segunda parte del cuento sólo ocurría en la mente de un personaje (Bailey); incluida la aparición del protagonista, «el Inadaptado» (o «el Desequilibrado», según traducción), que vendría a ser una proyección o identificación del tal Bailey. El profesor pedía a la autora que les aclara en qué momento se pasaba de la realidad a la fantasía, preguntaban si acaso «hemos pasado por alto algo importante que usted pretendía que entendiéramos» y solicitaba «mayor información sobre sus intenciones» al escribir el cuento.

Respondió Flannery:

La interpretación de sus noventa estudiantes y los tres profesores es fantástica y totalmente alejada de mis intenciones. Si esa fuese una interpretación legítima, el relato sería poco más que un truco y sólo sería interesante para la psicología anormal. No estoy interesada en la psicología anormal.

Hay un cambio de tensión entre la primera parte del relato y la segunda, cuando entra el Inadaptado, pero no hay una disminución de la realidad. Por supuesto, el relato no es realista en el sentido de que refleje los actos cotidianos de la gente de Georgia. Es estilizado y sus convenciones son cómicas, aunque su significado es serio. […]

El sentido del relato debería ampliarse para el lector cuanto más piensa en él, pero el sentido no puede atraparse en una interpretación. Si los profesores se aproximan a un cuento como si fuera un problema de investigación para el que cualquiera respuesta es aceptable con tal que no sea obvia, entonces creo que los estudiantes nunca aprenderán a disfrutar de la ficción. Ciertamente, el exceso de interpretación es peor que su falta, y donde falta la pasión por el relato, la teoría no la aportará.

No pretendo hacerme odiosa. Estoy atónita.

Bueno… si no lo pretendía, evidentemente tampoco tenía miedo de resultar odiosa. Rara y refrescante dureza. Yo, tras leer la carta del profesor y antes de leer la respuesta, traté de imaginar sumariamente cuál habría sido la mía; y entreví algunas fórmulas corteses y consideradas… en el peor sentido de estas palabras. Cobardía, en verdad, (y peor, la cobardía ante la gente de la academia y la crítica), no me queda más remedio que decirme, tras leer lo de Flannery.

Y es que, supuesto que ella tiene razón (y creo que la tiene, en particular y en general) lo que hay que responder es precisamente eso. Y no en otro tono.

Y con esto me visita un recuerdo trivial, de hace años… a ver… unos quince… Charlando con un compañero de trabajo, salió el tema Borges, él opinaba que sus escritos era muy profundos, y yo dije apreciar poco su inteligencia, aunque bastante su prosa. A la hora de mencionar algún cuento que me hubiera gustado, se me ocurrió citar «El sur» (creo que así se llamaba, el que termina con el inicio de un duelo absurdo en una especie de pulpería…). «Bueno,ves, -dijo mi compañero- todo eso que pasa al final, en realidad no ocurrió, el tipo lo imaginó o soñó, y murió en el hospital nomás». Pretendía así desconcertarme, tirándome por la cabeza uno de esos conocimientos iniciáticos que proveen los talleres de literatura… y creo recordar que en buena medida lo logró (uno tenía y tiene tan poca destreza y carpeta en esas lides… y encima, el mundo en que me muevo no frecuenta esas discusiones; si les digo que esa charla —y en un laboratorio de la facultad de ingeniería!— ha sido casi la única…) Intenté una retirada mínimamente decorosa, balbuceando una expresión de escepticismo; pero era innegable que el papel del ingenuo me tocaba a mí. Y, si bien es cierto que la ingenuidad tiene poco o nada de malo, al combinarla con el temor a parecer ingenuo, ya pasa a ser una fórmula claramente perdedora. Perdí, pues, porque en el fondo tenía miedo a resultar ingenuo. Por otra parte, todavía hoy, no puedo atreverme a afirmar que la interpretación sofisticada de mi amigo sea falsa (resisto ahora la tentación de guglear…)

Pero el caso particular importa poco. El asunto es que esta ingenuidad (literaria… para empezar) en realidad es digna de defensa. No sólo por su parentesco con la virtud de la humildad (en contra del orgullo del iniciado, ese sentimiento nefasto de suficiencia, poder y superioridad que otorgan esos saberes), sino en cuanto representa una etapa primordial y necesaria; lo que Flannery llama el «disfrute de la ficción», la «pasión por el relato». Lo que viene después (la teoría, el análisis, la interpretación) deben servir para edificar sobre ella, y realimentarla; no para suplantarla o extinguirla. Es claro que en cierto punto la ingenuidad puede ser criticable, y el análisis necesario y meritorio. Pero ordenado al servicio de lo que importa.

Esto de que la abundancia de análisis e interpretaciones puede (de hecho) estropear el disfrute primario, pero que (de derecho) sirve para contribuir a su crecimiento, creo verlo ilustrado en las cartas de Tolkien. Por un lado, la advertencia preliminar que hace a un lector (Michael Straight) que preguntaba sobre significados e interpretaciones de ESDLA. Las palabras destacadas son del autor:

Espero que haya disfrutado con El Señor de los Anillos. Disfrutado es la palabra clave. Porque fue escrito para entretener (en el más alto sentido), para ser leíble.

Es un «cuento de hadas», pero un cuento de hadas escrito para adultos, de acuerdo con la creencia, que expresé una vez extensamente en el ensayo «Sobre los cuentos de hadas», de que constituyen el público adecuado. Porque creo que el cuento de hadas tiene su propio modo de reflejar la «verdad», diferente de la alegoría, la sátira o el «realismo», y es, en algún sentido, más poderoso. Pero ante todo, debe lograrse como cuento, entusiasmar, complacer y aun a veces conmover, y dentro de su propio mundo imaginario, debe acordársele credibilidad (literaria). Lograrlo fue mi objetivo primordial.

Por otro lado, este preámbulo que apela al disfrute básico (ingenuo) como lo esencial, no representa para Tolkien ninguna condena del análisis y el estudio. Al contrario, como puede verse en la misma carta (completa acá) y aún más en otras, él gustaba de responder preguntas, y profundizar en los relatos y sus mundos. Ahora bien, queda claro, creo, la diferencia con los análisis ingeniosos de aquellos profesores de literatura. Cuando de entrada falta ese amor (y el respeto que todo amor implica) no hay buenos motivos para el estudio. Al fin de cuentas, parece ser lo mismo que decía San Agustín (o algo así), queremos conocer lo que amamos, para amarlo mejor.

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