Yo suelo resistirme a las lamentaciones por los mejores tiempos idos; a las lamentaciones sectarias, sobre todo; y me empujo a pensar que, al fin, todos los tiempos han sido malos, y las cosas no cambian tanto.
Ahora bien, recuerdos como estos ilustran el otro lado de la cuestión. Hay cosas que cambian, cómo no. Ayer nomás, una generación atrás nomás… y casi parece otro mundo. (Esas tapas hoy son inconcebibles)
Quedan, igual, los intríngulis. Cuánto hay de lamentable en el cambio; y cuánto hay de profundo. ¿Eran semejantes tapas representativas de algo? ¿Eran muestras de una religiosidad más o menos viva en el pueblo argentino de aquella generación, o un capítulo más de lo «políticamente correcto» de entonces -y con los días contados? ¿O acaso ninguna de las dos cosas, acaso una anomalía de esa editorial? (Sin embargo, recuerdo también el caso de Constancio Vigil, el director de la Billiken, la competidora de Anteojito, que -para desolación del mismo Castellani- recibió en los ’50 no sé qué distinción del Vaticano….).
Más me sorprenden esas tapas por su cercanía con mi propia experiencia: yo no leía la revista en ese tiempo, habré empezado cuatro o cinco años después; y en mi memoria de aquellas lecturas —según repaso ahora— no encuentro ni una pizca de impresión religiosa. ¿Tan brusco fue el barrido? ¿Post-concilio? ¿Historia política argentina? ¿Mala memoria mía? [*] De todo puede haber un poco.
* Pero mi memoria libresca-visual no debe ser tan mala. Tengo grabada en la retina esta contratapa, como el submarino de Pi-Pío, y el cocinero con el huevo frito de sombrero…