Miguel de Unamuno – Del sentimiento trágico de la vida
Es de esas cosas, tan típicas de Unamuno, que me impresionaban hace mucho tiempo, que luego dejé un poco de lado (romanticismo que huele a falsedad; poesía que es -al decir de Kierkegaard- ilusión antes de entender) y que, en registro levemente distinto, a veces recupero.
Aunque… me gusta más pena que dolor. Linda palabra esta, compacta y rica. Con su profundidad de significado: pena como castigo en primer término -penal-, luego como simple dolor o tristeza. Palabra tan frecuentada por Miguel Hernández (de ahí el título), y con razón… «perro que no me deja ni se calla, siempre a su dueño fiel pero importuno».
¿Es más la pena que el dolor? Vaya a saber. Y no sé si será una gradación eso de San Juan de la Cruz:
allá por las majadas al otero,
si por ventura vieres
aquel que yo más quiero,
decidle que adolezco, peno y muero.
… sin que tampoco tenga nada San Juan de esa exaltación romántica, ni del vértigo de la tristeza contra el que prevenía Bernanos. Y aunque Teresa hablará alguna vez de la pena sabrosa , él (más … ¿clásico? que ella) usará la palabra casi siempre en sentido negativo («en la noche serena / con llama que consume y no da pena»). Y, naturalmente (y en esto no se diferencia de Teresa… ni de ningún santo) era enemigo de la pena que es mera pasión: tristeza o melancolía («era enemigo de espíritus melancólicos, y cuando veía triste a alguno de sus súbditos le tomaba de la mano y le sacaba a pasear con él a la huerta hasta que le veía alegre», dicen los testimonios).
Pero por otro lado…
Es conocida la anécdota: a poco de escaparse de la cárcel donde los frailes calzados lo habían tenido secuestrado durante nueve meses, fray Juan pasa por el convento de carmelitas de Beas. Lo ven muy demacrado y la priora, para alegrarlo, manda a unas monjas que canten unas coplas. Y van y le cantan una letrilla que dice: «Quien no sabe de penas / en este valle de dolores / no sabe cosas buenas / ni ha gustado de amores ….»
Como el santo fray Juan de la Cruz oyó cantar la dicha letra, se enterneció y traspasó de dolor…; le comenzaron los ojos a destilar muchas lágrimas y a correr por el rostro hilo a hilo, y con la una mano se asió a la reja y con la otra hizo seña a esta testigo y a las demás religiosas que callasen y cesase el canto; y luego se asió fuertemente con ambas manos a la dicha reja y se quedó elevado y asido por una hora. A cabo de esto, volviendo en sí, dijo que le había dado mucho Nuestro Señor a entender el mucho bien que hay en padecer por Dios, y que se afligía de ver qué pocas penas le daba a él para que supiera de buenas; lo cual causó a esta testigo y a las demás religiosas deste convento mucho amor y gusto en el padecer, y se admiraron de ver un hombre tan acabado de penas que había padecido y que sentía tanto no haber padecido aún más penas. (Declaración de testigo del proceso, Francisca de la Madre de Dios)
Bueno. Yo no estoy nada seguro de entender aquel lugar común de la literatura devocional, de «padecer por Dios». Es fácil creer que lo entendemos, por lo menos a bulto… y en teoría. Pero sospecho que esa creencia es una ilusión, y que acá sin experiencia no se entiende nada. El dolor imaginado es casi nada, poco más que un escapismo; sea dolor físico o anímico (Y de hecho, cuando tenemos un dolor físico tendemos a pensar que aquel padecer por Dios no se refería a esto, sino más bien a dolores espirituales. Y viceversa. Escapismos.)
Y bien, yo tengo muy poca experiencia al respecto; bastante menos que el promedio, apostaría. Sé poco de penas, de las físicas y de las otras. Pero igual, quiero fijar esto; a ver si me sirve a mí, o a cualquiera.
Cuando la pena llega (quedémosnos por ahora con las penas del alma) uno tiene una serie de reacciones reflejas, análogas a las físicas. Darle vueltas al asunto, engrosar la madeja, trazar diálogos y reclamaciones, deslindar culpas; juzgar… Cabeza y corazón llenos…. pero no de la pena en sí, sino de la barahúnda que con ella viene; a los costados, atrás y adelante.
Pasado y futuro, causas y consecuencias, protagonistas y circunstancias; lo que dije, lo que me dijo, lo que no le dije, lo que le debería haber dicho, lo que voy a decir, lo que voy a hacer, lo que debería pensar en hacer; estuve/o bien, estuve/o mal; culpas pasadas y futuras, propias y ajenas; decisiones tomadas y por tomar; diagnósticos y tratamientos. Y todo pesando sobre el alma. No quiero este peso —dice uno— no quiero estar triste; pero no puedo salir de esto.
Pero esto no es en verdad el peso de la pena. Es el peso de lo que la rodea, de su cáscara. Y si uno no puede esquivar la pena (o acaso no debe) tal vez lo mejor sea recibirla de lleno; en cambio, enredarse en lo otro es una manera de apartar la vista, y perderse el fruto que trae la pena.
La cuestión sería, entonces, concentrar la atención: no distraerse con el ruido. Quedarse con el simple y formidable hecho: «tengo una pena». Instalarse en ese punto, y no caerse de ahí. Hoy, este día D, en este lugar X, a mí, NN… me ha tocado estar triste.
Creo (no me animaría a decir «me consta», pero…) que esa es la mirada justa —y liberadora: objetivar esa pena que nos ha sido dada, poniéndola fuera del alcance de la voluntad, contemplarla sin rechazo (¡y sin apego!). Verla como parte del guión que nos ha tocado actuar en la obra; y acaso también, como obra de la mano paternal (¿castigo? podría ser; pero a esta distancia, no hay mucha diferencia; la mano es la misma, y es bueno sentirla), recordando que todo es don y todo es gracia: también esta pena.
Y recibida así, como un don y un regalo, puede resultar más sencillo a su vez ofrecerla como un regalo, como el niño que regala a su padre lo que éste primero ha tenido que comprar (Kierkegaard usaba esta comparación). Y acaso ayudar a entender un poquito de aquello de «padecer por Dios».
Un invierno hace cien años, entre el frío y la miseria, Bloy anotaba en su diario un comentario de su mujer: «El dolor es una gracia que no hemos merecido». La frase puede impresionar, como impresiona aquella de Unamuno; y como aquella, también puede ser sospechosa de irrealidad romántica: ¿puede uno decirla con sinceridad de corazón? ¿no es mera literatura vestida de religión? Y puesto que citarla es una forma de decirla… Yo mismo me acuso de citar demasiado este tipo de frases rimbombantes y estremecedoras; estremecimientos mayormente frívolos, cuando no estén enraizados en la experiencia y la certeza íntima. Espero, hoy, poder citar esa frase con menos riesgo de malbaratarla, y con la esperanza de ser más útil y más verdadero que una aforismo cualquiera de libro de autoayuda.