Bloy decía —y es su frase más citada; quizás demasiado
—que «La única tristeza es la de no ser santos».
La frase encuentra fácil eco en cualquiera con algún
berretín religioso —y, probablemente, asentimiento.
Lo cual podría parecer curioso, porque… es obvio que la
santidad (aun bien entendida) no expulsa toda tristeza
(la Virgen de los Dolores!…)
Sin embargo, intuimos que en algún sentido es verdad. Pero ¿en qué sentido?
A tenor de lo que veníamos diciendo, se trataría de la tristeza en su
primer movimiento, la que amarga el corazón y no llega a ser
asumida por la otra mirada. El santo tendrá penas, sí;
pero sabe qué hacer con ellas;
sabe alegrarse y agradecer por ellas. Sabe transfigurar sus penas, aunque
no pueda —o quiera— matarlas; y así
«ofrecerlas a Dios». Son parte del guión.
Ponele que, provisoriamente al menos, damos por buena esa explicación. Se sigue naturalmente
la pregunta: ¿y qué pasa con las penas de los otros?
Porque, si la frase de Bloy puede conmover a muchos cristianos, los de tendencias
más progresistas probablemente
la encontrarán sospechosa; olerán a religiosidad pietista-intimista, la «espiritualidad preconciliar», culpable de alienación individualista, etc…
Sin meternos a opinar ahora cuánto de razón puedan tener en general, podemos
sopesar la objeción, contra lo de Bloy y contra lo nuestro. Y algo
parece pesar.
Es más, de pronto podemos sentirnos culpables de haber olvidado algo importante.
¿Cómo es eso de que «la única tristeza es la de no ser santos»?
Si fueras santo, tal vez no tendrías penas por vos mismo.
¿Pero no tendrías tristezas por los otros?
A ver… ¿cuáles son, típicamente, las «penas por los otros» que nos caen
encima? A mí me gusta volver a la vieja clasificación de
«mal de pena» y «mal de culpa». Los dos tipos males nos duelen. Como decíamos otra vez, si de los males externos se trata,
parecería que —hablando a bulto—a los espíritus de izquierda les duele sobre todo el mal de pena,
(«Qué dolor, que los hombres sufran») y a los de derecha el de culpa
(«Qué dolor, que los hombres pequen»).
Y por más que uno fuera un santo, quedarían esas tristezas… ¿o no?
Aun el mayor santo -si es de izquierda, por decirlo así- no podrá evitar lamentarse: «La única tristeza… es que los otros estén tristes».
Y si es de derecha: «La única tristeza… es que los otros no sean santos».
Vistas así las cosas, parece entonces que lo de Bloy (y lo de uno) queda reducido a la insignificancia. De poco sirve, parece, todo ese asunto de ofrecer las penas
propias, sublimarlas, objetivarlas o lo que fuera; de poco sirve ser santo para no tener tristezas, si se trata solo de las penas propias. Si de veras eso te basta,
es que el mundo no te importa; y entonces…
(continuará)