Si vemos que un prójimo se porta mal, encima de la tristeza natural
nos cae el dilema de decirle algo, o no.
Por un lado: la obligación
de la corrección fraterna, el deseo de que la persona querida esté en la buena senda,
y el temor de que nuestro silencio (el que calla, otorga) sea tenido por indiferencia
o aprobación.
Por el otro lado, la repugnancia al conflicto, el reconocimiento de nuestra propia
torpeza para plantear las cosas, el miedo a que nuestra reconvención degenere
en agresión y exaspere los ánimos; y sobre todo, puesto que no estamos
seguros de tener razón (qué sabemos nosotros qué es bueno y qué es malo;
en general, y en particular), el miedo a juzgar y a faltar a la caridad.
Son pesadas razones; y hay que arremangarse para pesarlas, y decidir.
Resulta más cómodo (al menos para ciertos caracteres) no decidir, y
optar por una actitud que podría creerse intermedia: no decir nada,
no plantear nada, pero dejar traslucir la desaprobación en un enfriamiento,
un retraimiento afectivo.
Señal muda pero patente —y también reproche, quizás incluso castigo;
aunque ante nuestros propios ojos (y acaso los de terceros)
argumentaremos que no se trata de una actitud que nosotros elegimos adoptar, sino de una consecuencia que se sigue de los hechos: puesto que la amistad (o la clase
particular de afecto-amor de que se trate) requiere una comunión
de ideas y una confianza mutua que el comportamiento del otro ha menoscabado.
Una versión más, como se ve, de la eterna autojustificación: yo no tengo la culpa, sino el otro; el otro empezó, el otro actuó, lo mío es mera consecuencia.
Ahora, pensándolo un poquito, es claro que el desamor nunca puede ser algo intermedio entre la corrección fraterna (que trabaja amorosamente, y edifica al otro olvidándose de uno mismo) y el silencio (que amorosamente sufre, olvida, reza y cura). Que, acá como en otros casos, no decidir puede ser peor que la peor decisión.
Y que ceder a tentaciones por el estilo (sobre todo cuando están así de racionalmente
autojustificadas) difícilmente nos dejará en un justo medio, ni nada que se le parezca. Más probable parece que nos deje muy lejos —del prójimo y del Bien.