Y si no, mirad, hermanos, vuestra vocación; pues no hay entre vosotros muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles. Antes eligió Dios la necedad del mundo para confundir a los sabios y la flaqueza del mundo para confundir a los fuertes; y lo plebeyo, el desecho del mundo, lo que no es nada, lo eligió Dios para destruir lo que es, para que nadie pueda gloriarse ante Dios.
[I Cor 1 26]
Y Henri de Lubac comenta:
… Sólo un milagro de la gracia puede hacer comprender estas cosas. Sin él, los más bellos sentimientos y las más altas facultades espirituales no son más que un obstáculo. Hacen al hombre parecido al cedro del Líbano que todavía no ha sido quebrantado por el Señor. Alimentan el orgullo y cierran el paso a la caridad. Y, según lo hemos dicho ya, en el seno mismo de la Iglesia pueden convertirse en una tentación. Si esto hubiera de sucedemos algún día, quizá nos sirviera de gran provecho el traer a la memoria, evocando las circunstancias concretas de su caso, el ejemplo de algunos hombres que han sabido superarlo heroicamente.
Cuando Newman, presionado por una lógica interior que no era simplemente una «lógica de papel», fue a echarse a los pies del Padre Barberi para pedirle que le admitiera en el seno de la Iglesia, no sacrificaba únicamente una situación, unos hábitos que le eran muy queridos, unas amistades selectas, una morada espiritualmente dolorosa pero siempre entrañablemente amada, una reputación que ya se había hecho gloriosa.
Las condiciones no podían ser entonces más desfavorables. Era una tarde del otoño de 1845, hacia el fin del pontificado de Gregorio xvi.
«El catolicismo aparecía en todas partes como un vencido de la vida, tanto más lamentable cuanto que todavía arrastraba consigo muchos restos ridículos de un esplendor pasado».
Aquel catolicismo no podía ejercer ninguna seducción humana sobre aquel fellow de Oriel.
Algunos años más tarde dirá él mismo que «no vivimos una época de gloria temporal para la Iglesia, una de aquellas épocas que vieron a los príncipes dedicados al cumplimiento de sus deberes, gobiernos leales, y en las que la Iglesia tenía vastas posesiones, largas bonanzas, escuelas famosas, ricas bibliotecas, fundaciones cultas, santuarios concurridos. Nuestra época se parece más a aquella primera edad en la que la Iglesia era aparentemente tan humilde en nobleza y en ciencia como en riqueza en la heredad del Señor, cuando nos reclutábamos principalmente en los estratos más bajos de la sociedad, cuando éramos pobres e ignorantes, despreciados y odiados por los grandes y por los filósofos, como formando parte de una sociedad tosca, estúpida y obstinada; a aquella edad durante la cual la historia no menciona a ningún santo que llena el espíritu como una gran idea, como fueron más tarde Santo Tomás de Aquino o San Ignacio de Loyola, sino que por el contrario los escritores más ilustres que llevaban el nombre de cristianos pertenecían a las sectas heréticas. Pocas cosas tenemos que mostrar de las que podamos gloriarnos, y las palabras del salmo encuentran plena realización en nosotros: «Prendieron fuego a tu santuario y profanaron, arrasándola, la morada de tu nombre. Ya no vemos señales prodigiosas a favor nuestro; ya no hay ningún profeta…»
Newman no encontraba nada de atrayente en los católicos romanos. «Yo no tengo —decía él— ninguna simpatía por ellos. Bien poca cosa es lo que de ellos espero. Al acercarme a ellos, me hago un paria. Yo vuelvo la mirada hacia el desierto».
¡Y eso que no preveía todas las espinas que habían de mortificarle en la travesía de este largo desierto! Mas para su alma fiel, semejante paso era «una necesidad», y jamás tuvo que lamentarlo un solo instante en lo sucesivo…
. Podríamos volver también a leer lo que San Agustín nos cuenta en el libro octavo de sus Confesiones […]
Más allá del contexto en el que de Lubac lo dice (sobre lo que volveremos), y más allá del caso de Newman (id) , me quedan boyando algunas preguntas.Cuando Newman, presionado por una lógica interior que no era simplemente una «lógica de papel», fue a echarse a los pies del Padre Barberi para pedirle que le admitiera en el seno de la Iglesia, no sacrificaba únicamente una situación, unos hábitos que le eran muy queridos, unas amistades selectas, una morada espiritualmente dolorosa pero siempre entrañablemente amada, una reputación que ya se había hecho gloriosa.
Las condiciones no podían ser entonces más desfavorables. Era una tarde del otoño de 1845, hacia el fin del pontificado de Gregorio xvi.
«El catolicismo aparecía en todas partes como un vencido de la vida, tanto más lamentable cuanto que todavía arrastraba consigo muchos restos ridículos de un esplendor pasado».
Aquel catolicismo no podía ejercer ninguna seducción humana sobre aquel fellow de Oriel.
Algunos años más tarde dirá él mismo que «no vivimos una época de gloria temporal para la Iglesia, una de aquellas épocas que vieron a los príncipes dedicados al cumplimiento de sus deberes, gobiernos leales, y en las que la Iglesia tenía vastas posesiones, largas bonanzas, escuelas famosas, ricas bibliotecas, fundaciones cultas, santuarios concurridos. Nuestra época se parece más a aquella primera edad en la que la Iglesia era aparentemente tan humilde en nobleza y en ciencia como en riqueza en la heredad del Señor, cuando nos reclutábamos principalmente en los estratos más bajos de la sociedad, cuando éramos pobres e ignorantes, despreciados y odiados por los grandes y por los filósofos, como formando parte de una sociedad tosca, estúpida y obstinada; a aquella edad durante la cual la historia no menciona a ningún santo que llena el espíritu como una gran idea, como fueron más tarde Santo Tomás de Aquino o San Ignacio de Loyola, sino que por el contrario los escritores más ilustres que llevaban el nombre de cristianos pertenecían a las sectas heréticas. Pocas cosas tenemos que mostrar de las que podamos gloriarnos, y las palabras del salmo encuentran plena realización en nosotros: «Prendieron fuego a tu santuario y profanaron, arrasándola, la morada de tu nombre. Ya no vemos señales prodigiosas a favor nuestro; ya no hay ningún profeta…»
Newman no encontraba nada de atrayente en los católicos romanos. «Yo no tengo —decía él— ninguna simpatía por ellos. Bien poca cosa es lo que de ellos espero. Al acercarme a ellos, me hago un paria. Yo vuelvo la mirada hacia el desierto».
¡Y eso que no preveía todas las espinas que habían de mortificarle en la travesía de este largo desierto! Mas para su alma fiel, semejante paso era «una necesidad», y jamás tuvo que lamentarlo un solo instante en lo sucesivo…
. Podríamos volver también a leer lo que San Agustín nos cuenta en el libro octavo de sus Confesiones […]
¿En qué medida es verdad que el catolicismo perdió (en aquella época, y en la actual) el tren de la cultura? En alguna medida lo es, sin duda; pero pareciera que no es un tema que se plantee, ni de puertas adentro.
¿Sería esta decadencia un punto más de una serie de altibajos, de los que cabría muchos más por esperar? ¿Es una especie de vuelta a las catacumbas, y ya sin retorno?
¿En qué medida es algo para lamentar? San Pablo no parece lamentarlo. ¿O no se trata de lo mismo?
¿En qué medida el ostracismo intelectual es una culpa propia, en qué medida es culpa del mundo? Los intelectuales, los científicos, los escritores ilustres están lejos de la Iglesia (¿lo están?) simplemente porque están descarriados?
¿Puede hablarse de un catolicismo mediocre? (La categoría de la mediocridad tiene sus ambiguëdades, parecería).
Y sobre todo ¿en qué medida el bajón intelectual-estético se correponde (¿debe corresponderse?) con un bajón en la santidad? ¿Una escasez de santos ilustres, santos relumbrantes como los que menciona Newman, es una desgracia o no necesariamente?
Preguntas, y ninguna respuesta. Y la verdad es que no he topado demasiadas páginas donde se hagan estas preguntas. No sé si porque son irrelevantes, porque son incómodas (tácticamente distractivas) o porque no llevan a ningún lado. Pero yo me las sigo preguntando.