No es ninguna novedad, y creo que ya lo dijimos alguna vez.
La extrañeza de toparse con una frase vieja, que de golpe te habla; palabras simples, llanas, que, sin embargo, hasta ayer uno había leído
y repetido sin llegar a conocer. O que había conocido en abstracto; tal vez Simone Weil hablaría de un conocimiento imaginado (en el sentido en que toda imaginación aparta de lo real). No quisiera mentar la oposición de «conocer con el corazón» vs. «conocer con la cabeza», no me parece que se trate de eso; creo que el contacto que se da, la intimidad del entender («conocer» en la acepción bíblica, acaso), pasa por la cabeza, tanto o más que por el corazón.
A mí me pasó, una vez más, el viernes, en la fiesta de la Inmaculada, cuando en la misa
repitieron aquella consagración, cuando oí aquello de consagrar «en este día mis ojos, mis oídos, mi lengua, mi corazón«, con impresión nueva, como si nunca lo hubiera oído antes.
¿Necesidad de experiencias personales para que lo que
expresan las palabras puedan arraigar? No sé. Lo dudo. Necesidad
para algunos embotados, tal vez.
Antes de eso irá la necesidad de prestar atención (pero
«con toda el alma», nunca mejor dicho). Y tomar conciencia, una vez más, de la precariedad
de las palabras, de toda comunicación entre estos pobres hombres caídos.
Tentación de desaliento y cerrazón para con el prójimo, podrá ser; pero también motivo de respeto, compasión y paciencia ante los desencuentros y los malentendidos.