Curioso sentimiento; y su misma intensidad —comparado con lo tibio que es uno cuando de la propia perfección se trata— hace dudar de que sea puro, ordenado o justificable.
Se me ocurre la analogía con el sentimiento que nos provoca un miembro de la familia «impresentable»; un pariente que ejerce sus defectos (éticos, estéticos, intelectuales, culturales… lo que sea) con entusiasta y ciega ostentación, haciendo pasar malos ratos a la familia. Nos da «vergüenza ajena», decimos. ¿Ajena?
Ajena o propia, el juicio que merece esta vergüenza y esta irritación parece incierto. El fiscal dirá que la magnitud de nuestra ira es desproporcionado al que nos provocan nuestros propios pecados; que odiamos más al pecador que al pecado; que nuestra vergüenza (la mala imagen de la familia ante el mundo) es bajeza, amor propio, vanidad y desamor a nuestro pariente, y por extensión a nuestra familia. El defensor dirá que es justificado, y aun meritorio, dolerse de las manchas familiares, plantearse una exigencia (ética, moral, intelectual…) alta, no solamente individual, sino también común; que en esas faltas vemos una especie de traición a la vocación de la familia; que en nuestro caso la ira es una especie de celo, que tiende al bien de su objeto. Y el juez… vaya a saber qué dirá el juez.
De todos modos, no es más que una analogía. ¿Y cómo podría aplicarse a lo del principio? Tal vez subiendo un escalón, analogando a aquel grupo social al pariente impresentable, por un lado, y la humanidad a nuestra familia, por otro. Si tanto nos irritan (nos dan «vergüenza ajena») las estupideces y las canalladas que comete y aplaude aquel grupo social, acaso sea porque en verdad son una mancha, indigna de nuestra familia… humana. Y son en verdad una pena, y una vergüenza (¿ante quién?).
Claro que, aun suponiendo que la analogía sirviera de algo, quedaría la misma incertidumbre con respecto a la sentencia del juez. Esperemos, digo yo, que el defensor tenga algo de razón…
Por poner dos ejemplos personales, recientes y nimios, de ese sentimiento:
Hasta hace unos días, mientras esperaba el colectivo de vuelta del trabajo, leía este texto en una afiche publicitario exhibido en un local de ropa deportiva:
«Imposible» es sólo una palabra que usan los hombres
débiles para vivir fácilmente en el mundo que se les dio,
sin atreverse a explorar el poder que tienen para cambiarlo.
Imposible no es un hecho, es una opinión.
Imposible no es una declaración, es un reto.
Imposible es potencial.
Imposible es temporal. Impossible is Nothing.
Todo (el espíritu, el sentimiento, el pensamiento, el lenguaje), todo como hecho a medida para estropearme el día. Pero lo terrible, lo vertiginoso, lo que disparó este post, fue encontrar -buscando ese texto en Internet- muchas personas que admiraban y aplaudían eso….
Imposible no es un hecho, es una opinión.
Imposible no es una declaración, es un reto.
Imposible es potencial.
Imposible es temporal. Impossible is Nothing.
Segundo ejemplo (sólo para argentinos): recibo ayer una oferta de postales navideñas de los «Pintores sin manos». Entre otras cosas, encuentro un calendario del 2007 (primer calendario que veo del año por venir) que exhibe, en medio de los numeritos negros y codeándose con los venerables y tradicionales (ja!) numeritos rojos… un flamante 24 de marzo.