Por supuesto, esto es fácil decirlo cuando uno tiene el domingo libre -con tiempo de escribir en un blog, incluso-, y no conoce cómo debe invertir su tiempo un cura aquí y ahora. Y por otro lado, tampoco estoy seguro de cuánto tenga el catolicismo que aprender del protestantismo al respecto; no lo digo por celo sectario (seguramente, y en planos como ese, el catolicismo tiene cosas que aprender del protestantismo), es sólo que tampoco me da la impresión que el sermón protestante típico supere demasiado al católico en poder de síntesis y capacidad de seducción… Pareciera sólo gana en estructura, orden y seguridad, pero eso, claro, no es bastante.
¿Cuántos sermones protestantes oí? Ninguno. Pero uno se hace una idea. Entre otras cosas, por uno de los mejores cuentos de Wodehouse, de la saga de Jeeves: «La competencia del gran sermón».
Resulta que Bertie Wooster está pasando unos días de verano en una casa de campo, ambiente semi-rural, montones de pequeñas parroquias dispersas, con celebración religiosa como parte del programa dominical estandar (esto sería en la década del ’30 o algo así). Y surge entre los muchachos una competencia de apuestas -el espíritu deportivo inglés, que le dicen: un determinado domingo cronometrarán el largo de los sermones de los pastores de la zona, y el más largo ganará. Se elabora un esmerado esquema de apuestas, con handicaps, reglas y árbitros. Y Bertie decide participar, sobre todo cuando descubre que uno de los reverendos participantes es un pastor que ha torturado su época de estudiante con unos sermones interminables… «Recuerdo uno, en particular (cuenta Bertie), sobre el amor fraternal, que no bajaba de los cuarenta y cinco minutos». Y para asegurar su apuesta, le hace una visita para pedirle como favor personal que desempolve aquel viejo sermón y lo predique el domingo de la competencia.
…Por la tarde me acerqué a la vicaría y arreglé el asunto. El bueno del viejo Heppenstall se portó de la mejor manera.
Se mostró contento y hasta conmovido de que yo hubiese recordado el sermón después de tantos años
y me dijo que había pensado una o dos veces en volver a leerlo, sólo que le pareció, después de meditarlo,
que tal vez era demasiado extenso para una congregación rural.
—Y en esta época de agitación, mi querido Wooster —dijo— me temo que el público prefiere ante todo la brevedad en el púlpito; incluso el feligrés bucólico a quien uno habría creído menos afectado por el espíritu de la prisa y la impaciencia que su hermano de la metrópoli. He tenido muchas discusiones al respecto con mi sobrino, el joven Bates, que va a ocupar el lugar de mi viejo amigo Spettigue en Gandle-by-the-Hill. Su punto de vista es que hoy día un sermón debe consistir en una lectura fresca, vivaz y directa que no debe exceder los diez o doce minutos.
—¿Tan poco? —dije. ¡Pero, por Dios! No va a decirme usted que su sermón sobre el amor fraternal es largo, ¿verdad?
—Su lectura requiere unos buenos cincuenta minutos…
—¿De veras?
—Su asombro, mi querido Wooster, es extremadamente halagüeño, mucho más de lo que merezco, sin dudas. Sin embargo, los hechos son como le digo. ¿Está usted seguro de que no debería hacer algunos cortes? ¿Acaso saltear algunas secciones, o aligerarlas? ¿No convendría, por ejemplo, omitir aquella disgresión un tanto fatigosa sobre la vida familiar de los primitivos asirios?
—No toque usted ni una palabra, o lo echará a perder —le dije, ansioso.
—Y en esta época de agitación, mi querido Wooster —dijo— me temo que el público prefiere ante todo la brevedad en el púlpito; incluso el feligrés bucólico a quien uno habría creído menos afectado por el espíritu de la prisa y la impaciencia que su hermano de la metrópoli. He tenido muchas discusiones al respecto con mi sobrino, el joven Bates, que va a ocupar el lugar de mi viejo amigo Spettigue en Gandle-by-the-Hill. Su punto de vista es que hoy día un sermón debe consistir en una lectura fresca, vivaz y directa que no debe exceder los diez o doce minutos.
—¿Tan poco? —dije. ¡Pero, por Dios! No va a decirme usted que su sermón sobre el amor fraternal es largo, ¿verdad?
—Su lectura requiere unos buenos cincuenta minutos…
—¿De veras?
—Su asombro, mi querido Wooster, es extremadamente halagüeño, mucho más de lo que merezco, sin dudas. Sin embargo, los hechos son como le digo. ¿Está usted seguro de que no debería hacer algunos cortes? ¿Acaso saltear algunas secciones, o aligerarlas? ¿No convendría, por ejemplo, omitir aquella disgresión un tanto fatigosa sobre la vida familiar de los primitivos asirios?
—No toque usted ni una palabra, o lo echará a perder —le dije, ansioso.
Ya habrán pasado casi diez años desde que leí aquello de la «disgresión un tanto fatigosa sobre la vida familiar de los primitivos asirios», y todavía me estoy riendo.
Ya se ve que tampoco los protestantes son necesariamente un modelo a seguir… aunque (con perdón del chiste fácil), acaso si el cura de mi parroquia optara por hablar de los primitivos asirios yo lo escucharía con más interés y más provecho.