… [que] la disposición de los laicos católicos a estudiar
los documentos eclesiales ha contribuido
significativamente a popularizar esta hermenéutica
de la discontinuidad.
Quiero decir lo siguiente: a medida que los católicos (especialmente laicos) se habitúan a argumentar basándose en los «documentos autorizados», la argumentación se vuelve más dependiente de esos documentos; así surge -o al menos, se potencia- el estilo de debate «mi documento tiene más autoridad que el tuyo». Y con el Concilio Vaticano II, de repente disponemos de un conjunto abundante de documentos altamente autorizados, algo que particulariza a la década del 1960, entre todas las de la historia de la Iglesia.
No obstante, hay que recordar que en la Iglesia semejantes documentos autorizados son extraordinarios, literalmente hablando; es decir: la manera ordinaria en que la Iglesia enseña (y hasta -si podemos decirlo así- aprende, a través del desenvolvimiento del dogma) es mucho más sutil y difícil de determinar. Un tratado teológico no resulta condenado; una ley canónica no es resistida; una idea nueva es bien recibida en la Curia…
Ahora bien, todo esto resulta casi invisible para el lector autodidacta de encíclicas y documentos conciliares. En este sentido, habría que decir que la Iglesia no manifiesta su obrar en el tiempo comprendido entre los sucesivos concilios o encíclicas; después de todo, eso de esperar que el Papa escriba frecuentemente cartas doctrinales a toda la Iglesia se remonta no más allá de Pío IX.
Adoptar como regla de procedimiento el tomar en consideración solamente los pronunciamientos doctrinales por encima de cierto umbral de autoridad, se parece a mirar solamente los picos de montaña que emergen por encima de las nubes de cierta altitud. No hay manera de saber si están conectados, ni cómo.
Me pega especialmente la señal de alarma, siendo uno un católico bastante autodidacta (aunque no muy lector de encíclicas ni documentos conciliares). Por otro lado, creo
que «autodidacta» -en la tesis- debe tomarse en sentido amplio: el que aprende a través de un canal primordialmente intelectual y metódico, en contraposición al contacto cordial -hecho de mil pequeñas y heterogéneas experiencias- que
da el trato frecuente y vital. Para el caso, lo mismo da que
se trate de un solitario que lee libros que de grupos de estudio, cursillos o cosas por el estilo. Quiero decir lo siguiente: a medida que los católicos (especialmente laicos) se habitúan a argumentar basándose en los «documentos autorizados», la argumentación se vuelve más dependiente de esos documentos; así surge -o al menos, se potencia- el estilo de debate «mi documento tiene más autoridad que el tuyo». Y con el Concilio Vaticano II, de repente disponemos de un conjunto abundante de documentos altamente autorizados, algo que particulariza a la década del 1960, entre todas las de la historia de la Iglesia.
No obstante, hay que recordar que en la Iglesia semejantes documentos autorizados son extraordinarios, literalmente hablando; es decir: la manera ordinaria en que la Iglesia enseña (y hasta -si podemos decirlo así- aprende, a través del desenvolvimiento del dogma) es mucho más sutil y difícil de determinar. Un tratado teológico no resulta condenado; una ley canónica no es resistida; una idea nueva es bien recibida en la Curia…
Ahora bien, todo esto resulta casi invisible para el lector autodidacta de encíclicas y documentos conciliares. En este sentido, habría que decir que la Iglesia no manifiesta su obrar en el tiempo comprendido entre los sucesivos concilios o encíclicas; después de todo, eso de esperar que el Papa escriba frecuentemente cartas doctrinales a toda la Iglesia se remonta no más allá de Pío IX.
Adoptar como regla de procedimiento el tomar en consideración solamente los pronunciamientos doctrinales por encima de cierto umbral de autoridad, se parece a mirar solamente los picos de montaña que emergen por encima de las nubes de cierta altitud. No hay manera de saber si están conectados, ni cómo.