Pues… no. Ni por asomo. Lo siento por Unamuno, o por Pascal (si es que a Pascal le cae el sayo; no estoy seguro), pero ese dualismo de razón vs corazón, con el corazón tirando a favor de la fe, y la razón en contra, siempre me pareció una ilusión tonta y peligrosa.
Si la razón sola no alcanza, el corazón… menos. No se trata de razón o corazón; ni siquiera de razón y corazón (en todo caso, habría que aclarar esos conceptos, que los dos pueden tomarse demasiado bajo; tal vez si dijéramos «intelecto» -mejor que razón- y «voluntad» -mejor que «corazón», y muchísimo mejor que «sentimientos»- … podríamos empezar a hablar). Se trata de todo el hombre.
Copio abajo un texto de Danielou, del libro «Dios y nosotros», donde explica algo de esto, bastante bien para mi gusto (aunque estos franceses suelen ser un poco demasiado verbosos; y eso que recorté bastante…)
El conocimiento de Dios, viene a decir Danielou, es un «problema límite» para la razón, y en ese sentido -y sólo en ese sentido-, reconociendo ese límite, la razón puede llegar a él. Pero no puede pasar de ahí.
«Conocerlo» implica renunciar a verlo como un «objeto», y exige una «postura», una conversión. Cosa que ni la razón -ni el corazón- pueden hacer, ni solos ni juntos. El hombre, este hombre, Juan Pérez, ese es el que puede.
… Santo Tomás de
Aquino representa un equilibrio difícil y rara vez
conseguido entre los dos abismos paralelos, el racionalismo
y el fideísmo. Y ha sido seguramente este equilibrio
lo que ha impulsado a la Iglesia a
considerarle como el teólogo por antonomasia […]
nadie mejor que él ha aclarado los límites y
el valor que para la fe tiene el conocimiento racional de
Dios. […]
El espíritu creado está por encima de todos los seres determinados y, sin embargo, por debajo del Ser que trasciende toda determinación y si, en realidad, no puede abarcar directamente a éste, tiene en sí la aptitud para posesionarse de él por ese «deseo eterno» de la visión, real aunque ineficaz, que la gracia de Dios podrá perfeccionar comunicándole, por medio de la gracia, una misteriosa proporción respecto al Ser divino. De esta forma admirable define Santo Tomás la situación de la inteligencia en materia del conocimiento de Dios. Colocando en su verdadero lugar, al mismo tiempo, y de forma bien concreta, el valor y los límites del conocimiento racional de Dios, pone en evidencia la paradoja del proceso filosófico. Porque Dios es, al mismo tiempo, su objeto y su limitación, su aspiración suprema y su problemática. Su objetivo es llegar a El, pero eso no puede efectuarlo más que reconociendo su impotencia. Y en la misma medida en que se niega a reconocer esa impotencia, en la medida en que cede a la tentación platónica, el Dios al que se acerca no es ya el verdadero Dios. Y resulta clarísimo que, como decía San Gregorio de Nisa, «estando Dios por encima de toda determinación, quien piense que Dios es algo determinado, se engaña cuando cree que lo que él ha llegado a conocer es Dios». De ahí se sigue que el problema de Dios pone de manifiesto la contradicción intrínseca de la filosofía. Y por eso mismo, a la vez que la justifica, la señala el lugar que le corresponde. […]
La razón comienza por atribuirle categoría de absoluto al tipo de cognoscibilidad suya propia y todo lo reduce a él. Y no se da cuenta de que hay alguna cosa que no entra dentro de esa limitación. No quiere reconocer su fracaso. Y, sin embargo, su fracaso radicaba en ese conocimiento de Dios que le abría el paso hacia el misterio. Habría encontrado a Dios reconociendo su impotencia y le pierde al querer apoderarse de El. El Unico de Platón, el Brahman de Zankara, el Ser de Spinoza, el Espíritu absoluto de Hegel, no son, en último término, más que ídolos, no en cuanto son objeto de la razón, sino en cuanto son la suficiencia de la razón. El error de los racionalistas radica en considerar a Dios en el mismo plan de los demás objetos de la razón; ciertamente que el más elevado de todos, pero no esencialmente distinto.
Sirviéndonos de la expresión de Gabriel Marcel, podemos decir que Dios no puede ser tratado como un problema. Representa un límite de la razón. Su luz deslumbradora impide a la vista posarse en él.
Y como consecuencia, todo lo que se diga de El es insuficiente. Es imposible encerrarle dentro de un concepto. Mas no deja de ser igualmente cierto que todo lo que se diga de El es cierto. «Es todo lo que es y nada de lo que es», afirmaba el Pseudo-Dinisio. Los modernos dirán que su conocimiento es dialéctico, es decir, que toda afirmación sobre El implica la afirmación contraria. Ya Santo Tomás mostró que todo lo que se diga de El debe ser negado inmediatamente, que la teología negativa es el complemento de la teología afirmativa. En esto consisten también las teorías de la analogía que nos permite hablar de Dios con palabras sacadas de la creación, pero teniendo el cuidado de precisar que son verdaderas aplicadas a El en un sentido muy distinto al que Son verdaderas aplicadas a las criaturas.
No estará de más hacer notar también que lo que es verdadero predicado de Dios lo es también aplicado a otros problemas-límites, que implican una contradicción aparente y sobre los cuales no se pueden hacer afirmaciones que son en apariencia inconciliables, por la sencilla razón de que su punto de convergencia cae del otro lado de las posibilidades de la razón. Que es lo que sucede con la libertad, que es un problema-límite irreductible a una total inteligibilidad, ya que nos vemos en la precisión de decir que el hombre es libre y al mismo tiempo que Dios es la causa de todo, y que jamás nadie ha explicado ni explicará cómo se pueden conciliar estas dos afirmaciones. Lo mismo sucede con el mal que se nos impone como una realidad trágica y que se presenta como irreconciliable con la bondad de Dios. Del mismo modo, los verdaderos problemas metafísicos son los que obligan a la metafísica a llegar hasta sus límites extremos.
Mas esa es justamente su misión. Esos problemas impiden que la razón se recoja en sí misma, son ventanas abiertas hacia el misterio del ser. Y la razón no puede sondear ese misterio, pero, al menos, puede conducirnos a él y en eso consiste su misión: conduce al espíritu hasta sus fronteras. Entrevé los dominios del misterio y, al esclarecer todo lo que cae dentro de esos límites, impide situar el misterio donde no se encuentra. Desmistifica las realidades naturales de las que se quisiera hacer misterios. Esa es justamente su misión crítica y purificadora. Por otra parte, también señala los verdaderos misterios y traicionaría su misión si se negase a reconocerlos y pusiese en tela de juicio lo que no cae bajo el haz luminoso de su mirada.
Pero, los problemas-límite, los umbrales de la razón, no se caracterizan únicamente por el hecho de que caen un poco del otro lado del alcance de la razón y que, por consiguiente, no pueden ser encerrados en los límites de una definición. Se caracterizan también por el hecho de no poder ser abordados desde el simple punto de vista del proceso discursivo, sino que exigen una postura total, una conversión existencial.
Lo mismo puede decirse del sufrimiento. Todo intento de dar una explicación es muy difícil. No se le puede ir con razonamientos a un individuo que sufre. Eso es precisamente lo que hacen los amigos de Job, y resulta intolerable. Lo único que se puede hacer es compartirlo y combatirlo. Y ahí está la razón de que sea únicamente Cristo quien se presenta como respuesta al sufrimiento, porque no trata de explicarlo racionalmente, sino que lo desentraña existencialmente. Otro tanto ocurre con el infierno, que es un problema-límite tipo, necesario por una parte, porque sin él todo pierde su importancia, no queda nada serio, y, sin embargo, es intolerable, y al cual no se puede oponer más que una actitud existencial.
Si los problemas-límite obligan a una conversión es porque en ellos va interesada la existencia de la persona. Ciertamente que no tengo ningún derecho para tratar a la persona como un simple objeto del pensamiento. Y aun eso es imposible, porque la persona ofrece un nudo indisoluble a un análisis discursivo. Se nos presenta como existente en sí misma, como un centro espiritual distinto. Y ese nudo indisoluble no puede ser enfocado más que en el plano del amor que me obliga a salir de mí mismo. Esa es la razón de que un filósofo idealista, que lo reduce todo al pensamiento, sea un filósofo fallido. La única filosofía integral no puede ser más que un realismo espiritual que me obliga a acercarme a la persona del otro por el camino del amor y que me permite ver en ella lo que hay de verdaderamente real, es decir, ese algo que no está en mi mano, eso que no puede ser objeto de posesión y que es del dominio exclusivo del ser.
Todo esto es verdadero en grado eminente aplicado a Dios, porque Dios es por excelencia ese ser del que yo no puedo disponer. El error de las falsas filosofías radica precisamente en hacer de Dios un objeto, en pretender apoderarse de El por medio de la inteligencia. Aquello de que la inteligencia logra apoderarse ya no sería Dios, sino que, por el contrario, habrá que decir que el descubrimiento de Dios obliga a la inteligencia a una conversión radical, a una descentración de sí misma. Y esa conversión es el conocimiento mismo de Dios. Porque Dios no puede ser abordado más que en cuanto existente y con existencia personal. A sus alturas, mi acto de inteligencia aparece también él como un acto existencial, como acto de un ser existente. Y en cuanto tal, depende de Dios… Conocer a Dios no significa reducirle a nuestra inteligencia, sino, al contrario, reconocerse como limitado por El.
El espíritu creado está por encima de todos los seres determinados y, sin embargo, por debajo del Ser que trasciende toda determinación y si, en realidad, no puede abarcar directamente a éste, tiene en sí la aptitud para posesionarse de él por ese «deseo eterno» de la visión, real aunque ineficaz, que la gracia de Dios podrá perfeccionar comunicándole, por medio de la gracia, una misteriosa proporción respecto al Ser divino. De esta forma admirable define Santo Tomás la situación de la inteligencia en materia del conocimiento de Dios. Colocando en su verdadero lugar, al mismo tiempo, y de forma bien concreta, el valor y los límites del conocimiento racional de Dios, pone en evidencia la paradoja del proceso filosófico. Porque Dios es, al mismo tiempo, su objeto y su limitación, su aspiración suprema y su problemática. Su objetivo es llegar a El, pero eso no puede efectuarlo más que reconociendo su impotencia. Y en la misma medida en que se niega a reconocer esa impotencia, en la medida en que cede a la tentación platónica, el Dios al que se acerca no es ya el verdadero Dios. Y resulta clarísimo que, como decía San Gregorio de Nisa, «estando Dios por encima de toda determinación, quien piense que Dios es algo determinado, se engaña cuando cree que lo que él ha llegado a conocer es Dios». De ahí se sigue que el problema de Dios pone de manifiesto la contradicción intrínseca de la filosofía. Y por eso mismo, a la vez que la justifica, la señala el lugar que le corresponde. […]
La razón comienza por atribuirle categoría de absoluto al tipo de cognoscibilidad suya propia y todo lo reduce a él. Y no se da cuenta de que hay alguna cosa que no entra dentro de esa limitación. No quiere reconocer su fracaso. Y, sin embargo, su fracaso radicaba en ese conocimiento de Dios que le abría el paso hacia el misterio. Habría encontrado a Dios reconociendo su impotencia y le pierde al querer apoderarse de El. El Unico de Platón, el Brahman de Zankara, el Ser de Spinoza, el Espíritu absoluto de Hegel, no son, en último término, más que ídolos, no en cuanto son objeto de la razón, sino en cuanto son la suficiencia de la razón. El error de los racionalistas radica en considerar a Dios en el mismo plan de los demás objetos de la razón; ciertamente que el más elevado de todos, pero no esencialmente distinto.
Sirviéndonos de la expresión de Gabriel Marcel, podemos decir que Dios no puede ser tratado como un problema. Representa un límite de la razón. Su luz deslumbradora impide a la vista posarse en él.
Y como consecuencia, todo lo que se diga de El es insuficiente. Es imposible encerrarle dentro de un concepto. Mas no deja de ser igualmente cierto que todo lo que se diga de El es cierto. «Es todo lo que es y nada de lo que es», afirmaba el Pseudo-Dinisio. Los modernos dirán que su conocimiento es dialéctico, es decir, que toda afirmación sobre El implica la afirmación contraria. Ya Santo Tomás mostró que todo lo que se diga de El debe ser negado inmediatamente, que la teología negativa es el complemento de la teología afirmativa. En esto consisten también las teorías de la analogía que nos permite hablar de Dios con palabras sacadas de la creación, pero teniendo el cuidado de precisar que son verdaderas aplicadas a El en un sentido muy distinto al que Son verdaderas aplicadas a las criaturas.
No estará de más hacer notar también que lo que es verdadero predicado de Dios lo es también aplicado a otros problemas-límites, que implican una contradicción aparente y sobre los cuales no se pueden hacer afirmaciones que son en apariencia inconciliables, por la sencilla razón de que su punto de convergencia cae del otro lado de las posibilidades de la razón. Que es lo que sucede con la libertad, que es un problema-límite irreductible a una total inteligibilidad, ya que nos vemos en la precisión de decir que el hombre es libre y al mismo tiempo que Dios es la causa de todo, y que jamás nadie ha explicado ni explicará cómo se pueden conciliar estas dos afirmaciones. Lo mismo sucede con el mal que se nos impone como una realidad trágica y que se presenta como irreconciliable con la bondad de Dios. Del mismo modo, los verdaderos problemas metafísicos son los que obligan a la metafísica a llegar hasta sus límites extremos.
Mas esa es justamente su misión. Esos problemas impiden que la razón se recoja en sí misma, son ventanas abiertas hacia el misterio del ser. Y la razón no puede sondear ese misterio, pero, al menos, puede conducirnos a él y en eso consiste su misión: conduce al espíritu hasta sus fronteras. Entrevé los dominios del misterio y, al esclarecer todo lo que cae dentro de esos límites, impide situar el misterio donde no se encuentra. Desmistifica las realidades naturales de las que se quisiera hacer misterios. Esa es justamente su misión crítica y purificadora. Por otra parte, también señala los verdaderos misterios y traicionaría su misión si se negase a reconocerlos y pusiese en tela de juicio lo que no cae bajo el haz luminoso de su mirada.
Pero, los problemas-límite, los umbrales de la razón, no se caracterizan únicamente por el hecho de que caen un poco del otro lado del alcance de la razón y que, por consiguiente, no pueden ser encerrados en los límites de una definición. Se caracterizan también por el hecho de no poder ser abordados desde el simple punto de vista del proceso discursivo, sino que exigen una postura total, una conversión existencial.
Lo mismo puede decirse del sufrimiento. Todo intento de dar una explicación es muy difícil. No se le puede ir con razonamientos a un individuo que sufre. Eso es precisamente lo que hacen los amigos de Job, y resulta intolerable. Lo único que se puede hacer es compartirlo y combatirlo. Y ahí está la razón de que sea únicamente Cristo quien se presenta como respuesta al sufrimiento, porque no trata de explicarlo racionalmente, sino que lo desentraña existencialmente. Otro tanto ocurre con el infierno, que es un problema-límite tipo, necesario por una parte, porque sin él todo pierde su importancia, no queda nada serio, y, sin embargo, es intolerable, y al cual no se puede oponer más que una actitud existencial.
Si los problemas-límite obligan a una conversión es porque en ellos va interesada la existencia de la persona. Ciertamente que no tengo ningún derecho para tratar a la persona como un simple objeto del pensamiento. Y aun eso es imposible, porque la persona ofrece un nudo indisoluble a un análisis discursivo. Se nos presenta como existente en sí misma, como un centro espiritual distinto. Y ese nudo indisoluble no puede ser enfocado más que en el plano del amor que me obliga a salir de mí mismo. Esa es la razón de que un filósofo idealista, que lo reduce todo al pensamiento, sea un filósofo fallido. La única filosofía integral no puede ser más que un realismo espiritual que me obliga a acercarme a la persona del otro por el camino del amor y que me permite ver en ella lo que hay de verdaderamente real, es decir, ese algo que no está en mi mano, eso que no puede ser objeto de posesión y que es del dominio exclusivo del ser.
Todo esto es verdadero en grado eminente aplicado a Dios, porque Dios es por excelencia ese ser del que yo no puedo disponer. El error de las falsas filosofías radica precisamente en hacer de Dios un objeto, en pretender apoderarse de El por medio de la inteligencia. Aquello de que la inteligencia logra apoderarse ya no sería Dios, sino que, por el contrario, habrá que decir que el descubrimiento de Dios obliga a la inteligencia a una conversión radical, a una descentración de sí misma. Y esa conversión es el conocimiento mismo de Dios. Porque Dios no puede ser abordado más que en cuanto existente y con existencia personal. A sus alturas, mi acto de inteligencia aparece también él como un acto existencial, como acto de un ser existente. Y en cuanto tal, depende de Dios… Conocer a Dios no significa reducirle a nuestra inteligencia, sino, al contrario, reconocerse como limitado por El.