Hoy es la fiesta de Santo Tomás de Aquino (1225-1274).
Napolitano, hijo de condes, se hizo fraile de la nueva orden
dominica -contra la oposición rabiosa de la familia.
Estudió en las universidades de Nápoles, Colonia y París.
Si su retraimiento y taciturnidad se correspondían con
el estereotipo del intelectual,
su físico -muy corpulento- no tanto;
sus compañeros estudiantes lo apodaron «el buey mudo».
Discípulo de Alberto Magno, a quien sucedió en la cátedra,
pronto se hizo conocer por su notable vigor intelectual,
su equilibrio -contra la oposición de muchos católicos
tradicionalistas, propugna la «nueva
filosofía» (corriente aristotélica) a la que «bautiza»-
y su intensa vida ascético-espiritual.
Escribió varias obras filosóficas y teológicas, su obra cumbre
es la famosísima Suma Teológica.
Para más información, pueden ir acá.
O, mejor, leer el libro que Chesterton le dedicó.
En 1273, dejó de escribir.
Al parecer, había tenido alguna experiencia mística…
Y si no era la primera vez, esta había sido algo especial.
Se cuenta que, presionado por su discípulo-secretario (que no se resignaba a que la Suma quedara inconclusa)
sólo alcanzó a responderle: «Ah, Reginaldo, al
lado de las cosas que vi, todo lo que he escrito
me parece como paja» (quasi palea).
Bueno. Como he contado alguna vez, mi tiempo de retorno
a la Iglesia coincidió con el tiempo en que me gradué
como ingeniero. Entonces me hice a mí mismo un regalo:
la Suma Teológica (en la edición de 20 tomos del Círculo
de Lectores).
Nunca tuve cabeza filosófica ni teológica; pero
Santo Tomás me inspiraba confianza. No tanto
por los tomistas, ni por los Papas… más que nada,
por el hecho de que, antes que teólogo, era un santo.
Sin embargo, muchos católicos hacen una lectura
diferente, casi opuesta:
para muchos, ese «quasi palea», ese
lamento (lamento?) de Tomás,
en cierta manera desacredita -o al menos minimiza
la importancia y la validez- de la teología.
Y acaso de la razón, en general. Como si todo esto
fuera vanidad frente a la mística. Como si el tiempo
que Tomás pasó revolviendo libros, disputando
con averroístas y agustinistas, y escribiendo
la Suma, hubiera sido tiempo perdido, o poco menos.
Como si Tomás se hubiera arrepentido de su
labor intelectual.
Yo, lo veo al revés, más bien tiendo
a pensar -de primera- que el hecho de haber
recibido Tomás una gracia mística,
un preludio de la visión beatífica capaz de hacerlo
despreciar su obra teológica, es más bien una especie
de premio; un fruto que muestra lo bueno que era el
árbol, y que -en cierta manera- confiere una autoridad
especialísima a su obra teológica.
Yo confío más en Tomás en cuanto teólogo cuando veo
que llegó a ser un místico capaz de despreciar su teología.
Y siento que si llegó a ese grado de santidad,
no fue a pesar de su labor de teólogo, sino más bien como consecuencia -parcial al menos- de él.
Así lo vi siempre, sin detenerme a analizarlo,
irreflexivamente. Y no me animaría a defender
este punto de vista, entiendo que a priori es
tan plausible como el otro. No tengo muchos
argumentos; y comprendo que
el hecho de que, quince años después, esa
impresión (contrariamente a otras muchas)
siga intacta, tampoco es un argumento que pueda
convencer a nadie.