La variante más frecuentada, y no sin razón creo yo, es la del hombre que se mira a sí mismo cuando era niño.
Dolina, por ejemplo, describía en algún lado su mayor sueño imposible: regresar cargado de años a su casa natal; golpear la puerta… y ver que él mismo, niño, abre y contempla, algo huraño, al visitante… poder abrazar a ese niño, oír de nuevo la voz del abuelo en el fondo: («¿Quién es, Negro?«).
«Nunca pude imaginar algo mejor que pudiera sucederme», decía Dolina.
Y supongo que cualquiera puede entenderlo, y, en alguna medida, compartirlo.
No es el lugar de salvedades contra falsas nostalgias, de infancia idealizadas y felicidades pasadas imaginarias.
Podemos sospechar que, historias personales aparte, la infancia es una imagen del paraíso perdido; una especie de recuerdo del Edén que se nos ha dado a los hombres caídos. Y esa melancolía, punzante y dulce, tiene una intensidad especial cuando el niño que contemplamos es el niño que fuimos.
También podemos traer más ejemplos…
Dónde estará mi arrabal,
quién se robó mi niñez.
En qué rincón, luna mía,
volcás, como entonces,
tu clara alegría….
(C. Castillo)
quién se robó mi niñez.
En qué rincón, luna mía,
volcás, como entonces,
tu clara alegría….
(C. Castillo)
Bien. Nada nuevo por acá.
Lo que sí es nuevo, para mí al menos, es imaginar esa misma mirada invirtiendo los términos, o reflejándola: el niño-que-fue, mirando (con parecido interés y mezcla de sentimientos) al adulto-que-es. Y yo nunca habría imaginado que esa mirada pudiera ser un recurso artístico tan fuerte (y acaso algo más) antes de ver esa tremenda escena final de «Omohide Poro Poro» (Only yesterday / Ayer nomás).
Cuento ahora algo del final, sí (y tan del final, que transcurre durante los créditos); pero total…
Durante las casi dos horas de la película, la protagonista (Taeko, una mujer de 27 años que está pasando unas vacaciones en el campo) evoca su época de quinto grado, cuando tenía 10 años.
Las escenas se suceden, saltando del presente al pasado y de vuelta al presente; historias triviales en el pasado, y diálogos algo insustanciales en el presente. «No pasa nada», como dicen. La historia es casi inexistente. No puede decirse que sea el nudo esa escena del final, ni siquiera el desenlace; sucede durante los créditos, ya lo dije; sería más bien un apéndice, o un epílogo.
Lo que sucede, en un momento de crisis y decisión para Taeko-27, es esto (bueno, no estoy seguro de que sea lo que sucede: digamos mejor que así lo veo yo). Sucede que de pronto es Taeko-10 la que la está mirando a Taeko-27. Y con ella, las otras niñas, sus compañeras del colegio, (que a lo largo de la película hemos llegado a conocer, como personas reales, pedazos de su pasado).
Eso, nomás, es lo que sucede.
Taeko niña mira a Taeko adulta. La mira con un enorme interés, con algo de asombro, preocupación, solicitud, compasión… Usemos la palabra justa: con amor. Y más: con un amor maternal.
(Un par de puntos a notar: Durante toda la secuencia -más de tres minutos, con una hermosa versión japonesa de «The Rose» de fondo- Taeko-27 jamás mira a Taeko-10. Un rasgo de genio. Acaso otro director habría caído en la trampa de hacer que las dos Taeko terminen mirándose a los ojos, sonriéndose… y todo se habría ido al diablo. Taeko-27 sólo mira hacia adelante, sólo se sabe mirada.
Otro punto: los compañeros del colegio acompañan la mirada amorosa de Taeko niña; pero el matiz es diferente, menos ansiedad, más despreocupación, una simpatía más risueña y hasta algo burlona).
No sé si podré con esto dar una oscura idea de por qué encuentro tan grande y tan conmovedora esta concepción. Alguna relación tendrá, digo yo, con la otra mirada (esta puede pensarse como una mirada refleja)… y también con esa condición inmutable que tiene el pasado, y que -como decía Simone Weil– le da una especie de carácter sagrado, infinitamente adorable. Esto no bastará, seguramente, para aclarar por qué puedo imaginarme a mi yo niño mirándome con esa mirada amorosa …y maternal; y por qué esto puede emocionarme, y -sobre todo- por qué puedo creer que esta imaginación y esta emoción no son ilusiones vanas, sino que tienen un sentido real y profundo.
Pero, es claro que si estas cosas pudieran explicarse, el arte sería algo superfluo. Entre otras cosas.