Subió a los cielos

[…] estas dos posibilidades, expresadas con las palabras cielo e infierno, son posibilidades del hombre, […]
El hombre puede darse a sí mismo la profundidad que llamamos infierno; hablando con claridad, diremos que consiste formalmente en que él no quiere recibir nada, en que quiere ser autónomo. […] El infierno consiste en querer-ser-únicamente-él-mismo, cosa que se realiza cuando el hombre se encierra en su yo.
Por el contrario, la esencia de lo alto, de lo que llamamos cielo, consiste en que sólo puede recibirse. El cielo es esencialmente lo no-hecho, lo no-factible; con terminología de escuela alguien ha dicho que es como gracia de un donum indebitum et superadditum naturae (un don no debido, y añadido a la naturaleza).
El cielo como amor realizado siempre puede regalarse al hombre; su infierno, en cambio, es soledad de quienes no aceptan el don, de los que rehusan el estado de mendigos y se encierran en sí mismos.

Todo esto nos muestra qué es el cielo considerado cristianamente. No hemos de considerarlo como un lugar eterno y supramundano, ni tampoco como una región eterna y metafísica. Diremos más bien que se entrelazan el «cielo» y la «ascensión de Cristo al cielo»; sólo en esta unión veremos el sentido cristológico, personal e histórico del mensaje cristiano sobre el cielo.
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Por eso el cielo es mucho más que un destino privado e individual. Depende necesariamente del «último Adán», del hombre definitivo, y por eso se integra necesariamente en el futuro común de la humanidad. […]

[…] La afirmación de la ascensión al cielo que, como hemos visto, es decisiva para la comprensión del más allá de la existencia humana, no es menos decisiva para entender el problema de la posibilidad y sentimiento de la relación humana con Dios.
[…] Alguien a raíz de nuestras afirmaciones podría decir: bien, es cierto que Dios puede oír, pero podría preguntarse: ¿puede escuchar? ¿No es la oración de súplica un grito que la criatura lanza a Dios, un truco piadoso que eleva psíquicamente al hombre y lo consuela, porque muy pocas veces es capaz de otras formas de oración? ¿No es todo esto una simple forma de relacionar al hombre con la trascendencia, aunque en verdad nada sucede ni puede cambiarse? Lo que es eterno sigue siendo eterno, lo que es temporal, temporal, ¿hay algún camino que vaya de uno al otro?
[…]La encarnación de Dios en Jesucristo en virtud de la que el Dios eterno y el hombre temporal se unen en una única persona, no es sino la última concreción de la extensión temporal de Dios. En la existencia humana de Jesús Dios ha cogido el tiempo y se ha metido en él. En él se nos presenta personificada la extensión temporal de Dios. Como dice Juan, Cristo es verdaderamente la «puerta» entre Dios y el hombre (Jn 10,9), su «mediador» (1 Tim 2,5), en quien lo eterno tiene tiempo.
En Jesús nosotros, hombres temporales, podemos dirigirnos a lo temporal, a nuestros contemporáneos en el tiempo; en él, que es tiempo con nosotros, tocamos simultáneamente lo eterno, porque él es tiempo con nosotros y eternidad con Dios.
J. Ratzinger.
# | hernan | 8-mayo-2005