La oración y los tiempos difíciles

Estoy leyendo, entre otras cosas, los ejercicios que predicó Francois Xavier Nguyen Van Thuan ante la curia romana (Juan Pablo II incluido) en el año 2000.
El tal Nguyen Van Thuan, obispo vietnamita, muerto hace poco, fue arrestado en 1975 por el gobierno comunista y pasó 13 años en la cárcel, nueve de ellos incomunicado.
Después de mi liberación muchas personas me dijeron: «Padre, habrá tenido usted mucho tiempo para rezar en la prisión».

No es tan sencillo como se podría pensar. El Señor me permitió experimentar toda mi debilidad, mi fragilidad física y mental.
El tiempo transcurre lentamente en la cárcel, sobre todo durante el aislamiento. Imaginaos una semana, un mes, dos meses de silencio… Son tremendamente largos, pero cuando se transforman en años, se convierten en una eternidad. Hay días en que, aplastado por el cansancio y por la enfermedad, no llegaba a recitar una oración.

Pero es verdad: se puede aprender mucho sobre la oración, sobre el genuino espíritu de oración, justamente cuando se sufre por no poder rezar a causa de la debilidad física, de la imposibilidad de concentrarse, de la aridez espiritual, con la sensación de estar abandonados por Dios y tan lejos de Él que no se le puede dirigir la palabra.

Y quizá precisamente en esos momentos es cuando se descubre la esencia de la oración y se comprende cómo poder vivir ese mandamiento de Jesús que dice: «Es preciso orar siempre» .
Tiene su peligro leer esto, (al igual que lo que dice Santa Teresita, de sus dificultades para rezar el Rosario; o la noche oscura de San Juan de la Cruz), porque nuestra alma se agarra de donde puede, y puede pretender excusar con esos ejemplos su debilidad («si esos a veces rezaban poco y mal, yo no puedo pretender demasiado; no hay que preocuparse, entonces…»). Es peligroso confundir sequedad con tibieza.
Pero, claro, toda verdad tiene sus peligros.

Desde los Padres del desierto al Peregrino ruso, desde los monjes de Occidente a los de Oriente, ha habido una preocupación fundamental, una búsqueda apasionada: poder poner en práctica una oración continua y perseverante.
«Esta es la cúspide de la perfección -dice Casiano-: que toda nuestra vida y toda emoción de nuestro corazón sea una oración única e ininterrumpida».

Me gusta rezar con las oraciones litúrgicas, los salmos, los cánticos. Me gusta mucho el canto gregoriano, que recuerdo de memoria en gran parte. Gracias a la formación en el seminario, estos cantos litúrgicos entraron profundamente en mi corazón. Luego, las oraciones en mi lengua nativa, que toda la familia recita todas las noches en la capilla doméstica, tan conmovedoras, que recuerdan la primera infancia. Sobre todo las tres Avemarías y el Memorare, que mi madre me enseñó a recitar mañana y noche.

Me gusta la oración de Francisco de Asís, que pasa toda la noche en la nieve repitiendo: «¡Mi Dios y mi todo!», y la oración de Don Marmion, abad de Maredsous: Deus meas, misericordia mea!

Entre los medios que mantienen vivo el espíritu de oración están los brevísimos flechazos al cielo, las jaculatorias, que nada en el mundo puede impedir o detener porque son inspiraciones del alma, latidos del corazón.


La suya es una oración sincera y sencilla, dirigida al Padre. Sucedió que su oración fue larga, sin fórmulas hechas, como la oración sacerdotal posterior a la Cena: ardiente y espontánea.
Pero a menudo Jesús, la Virgen, los apóstoles utilizan oraciones breves, pero muy hermosas, que asocian a la vida cotidiana. Yo, que soy débil y tibio, amo estas oraciones breves ante el sagrario, en mi escritorio, por la calle, estando solo. Cuanto más las repito, más penetran en mí:

«Soy la esclava del Señor» (Lc 1, 38).
«Magnificat…» (Le 1, 46-55).
«No tienen vino» (Jn 2, 3).
«Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen»(Lc 23, 34).
« He ahí a tu hijo; he ahí a tu madre» (cf. Jn 19, 26-27).
«Acuérdate de mí cuando lleges a tu Reino» (Lc 23, 42).
«En tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23, 46).
«Señor, ¿qué quieres que haga?» (Hch 22, 10).
«Señor, tú lo sabes todo. Tú sabes que te amo» (Jn 21, 17).
«Señor, ten misericordia de mí, que soy un pobre pecador» (Lc 18, 13).

Todas estas breves oraciones, unidas una a otra, forman una vida de oración. Como una cadena de gestos discretos, de miradas, de palabras íntimas, forman una vida de amor. Nos mantienen en un ambiente de oración sin apartarnos de la tarea presente, sino ayudándonos a santificar cada cosa.


Pero ¿ qué puede ayudar en la vida cotidiana, en la rutina normal de trabajo y de relaciones, a mantenerse en un estado de oración, de unión con Dios?

Me ha impresionado, leyendo a los Padres del desierto -para los cuales la soledad es una conditio sine qua non de una oración continua-, un episodio poco conocido pero ni muy significativo.

Se dice que un día el gran Antonio tuvo una revelación sorprendente: «En la ciudad hay uno que se te parece; es médico de profesión, da lo que le sobra a los necesitados v todo el día canta el trisaghio con los ángeles». ¿Cómo podía este médico desconocido de Tebas practicar una forma tan alta de oración? Quizá la clave nos la da Agustín cuando afirma: «si el deseo es continuo, la oración también lo es».
Para Agustín, su desiderium se identifica con la caritas, la caritas conduce a hacer el bien, de modo que otra forma de hacer continua la oración consiste en hacer el bien, en el bene opere.

Quién podrá repetir con la lengua todo el día las alabanzas de Dios? […] ¿Quién puede perseverar en alabar a Dios todo el día? Te sugiero un medio con el que alabar a Dios todo el día, si quieres. Todo lo que haces, hazlo bien, v has dado gloria a Dios».


La última etapa de la oración continua, según los aurores espirituales, es cuando no sólo se ora siempre, sino que se es oración. Isaac de Nínive describe con estas palabras:

«Tanto si come, bebe o duerme o hace cualquier otra cosa, incluso en el sueño más profundo, el perfume de la oración se eleva sin esfuerzo en su corazón. […] Los movimientos del corazón y del intelecto purificado son las voces llenas de dulzura con las cuales tales hombres no cesan de cantar en secreto al Dios escondido».

Un moderno experto en espiritualidad ha condensado en pocas palabras toda la tradición y el sentir actual sobre la oración diciendo:

«El verdadero camino de la oración es la vida […]. Una oración continua es una vida completamente dedicada al servicio de Dios. Ésta es la única manera de orar siempre. La oración es continua cuando es continuo el amor. El amor es continuo cuando es único y total».

Si nuestra vida se convierte en «un único acto de amor desplegado en el tiempo», si refleja momento por momento la vida del Señor Jesús, entonces se puede comprender esta afirmación sencilla y concisa de Chiara Lubich: «¿Qué hacer para orar siempre? Ser Jesús. Jesús ora siempre».

Esta breve fórmula encierra toda la esencia de la oración, en la cual es Jesús mismo quien -como dice san Agustín- oral pro nobis ut sacerdos noster; orat in nobis ut caput nostrum; oratur a nobis ut De us noster – «ora por nosotros como sacerdote nuestro; ora en nosotros como cabeza nuestra; es orado por nosotros como Dios nuestro».


Ha habido largos períodos de mi vida en los que he sufrido por no lograr rezar. He experimentado el abismo de mi debilidad física y mental. Más de una vez he gritado como Jesús en la cruz: «Dios mío, ¿por qué me has abandonado?».

En la cárcel, entre los policías, algunos aprendieron latín para poder leer los documentos eclesiásticos. Un día uno de ellos me preguntó:

-Puede enseñarme un canto latino?
– Sí, pero hay muchos, a cual más hermoso.
– Usted cante, yo escucho y elegiré.

Canté el Ave maris stella, Salve Mater, Veni Creator… Y él eligió el Veni Creator.
Nunca habría imaginado que un policía ateo se aprendería de memoria todo este himno, y menos aún que se pusiera a cantarlo todas las mañanas hacia las siete, cuando bajaba la escalera de madera para hacer gimnasia y bañarse en el jardín. Ejecutaba el canto a trozos y lo acompañaba con varios movimientos: Veni Creator Spiritus, mentes tuorum visita… Y terminaba en su habitación, ya vestido, con las últimas palabras: in saeculorum saecula. Amen.

Al principio estaba yo muy sorprendido de esto, pero poco a poco me di cuenta de que era el Espíritu Santo quien se servía de un policía comunista para ayudar a un obispo preso a rezar cuando estaba tan débil y deprimido que no podía hacerlo. Sólo un policía podía cantar en voz alta el Veni Creator. Yo no podía hacerlo porque eso habría significado dar a entender a otras personas que en aquella celda había un sacerdote.
# | hernan | 7-mayo-2005