Es extraño que los tiempos anden tan escasos de maestros;
que tanta sed vaya acompañada tanta ausencia -cantidad y calidad- de referentes, gurúes, sabios, líderes…
No sé, a mí esta ausencia no deja de asombrarme.
Y no estoy seguro si debo sentir alivio o temor.
A ver. De qué sed estamos hablando.
Pareciera que cada época y cada sociedad tiene sus pasiones, así como tiene sus aporías.
Diversos amores y odios, más o menos informes y más o menos ordenados,
que alimentan ideologías y enardecimientos compartidos; recortes de
lo existente (o de lo imaginado) en los que las sociedades ven encarnado
el Mal (o el Bien; pero por oposición, generalmente).
¿Qué «sociedades»? Todas; la del adolescente standard; la de los burgueses
mediatizados; la de tales o cuales católicos, también.
Podemos restringir o ampliar, a gusto. Y en estos tiempos masivos,
podemos sobre todo ampliar, y fijar la atención en las pasiones
globalizadas, las más visibles.
Ahora bien, si no me equivoco, estas pasiones son difíciles de expresar como un todo orgánico,
como (porque) sus aporías son difíciles de desenredar.
La frustrante complejidad de lo real; la humillante -y por lo mismo inconfesada-
comprobación de que ningún gráfico cartesiano (ni la multiplicación de gráficos y de dimensiones)
alcanza para aclarar qué estamos buscando y adónde estamos yendo.
Como Chesterton notaba, sanar al mundo es infinitamente más complejo
que sanar a una persona; porque todos tenemos más o menos claro qué es estar
sano … cuando se trata de la salud corporal de un individuo; y entonces el problema
se reduce a buscar el tratamiento para llegar a este estado; conocemos la meta,
el problema es encontrar el camino. Y creemos el caso de la salud del mundo es análogo;
pero no, en verdad no sabemos qué es la salud, en ese plano;
no sólo no podemos ponernos de acuerdo con otros hombres al respecto, ni siquiera
con nosotros mismos. Es fácil -y hoy día es muy prestigioso- creer que uno cree en una «utopía»; pero apenas lo pensamos un poco (en verdad, tratamos de no pensarlo),
las cosas «no nos cierran»; esa utopía ni siquiera tiene existencia en nuestro pensamiento;
apenas imaginamos haberla concebido (el sólo pensarla ya es una utopía; utopía al cuadrado;
y tal vez escapismo al cuadrado).
Nos mueven -creemos- un manojo de convicciones -aprobaciones apasonadas y rechazos inapelables-
pero a la hora de armar con ellos un utopía coherente, no armonizan tan bien como era de esperar.
Ejemplos sobran. El caso de los abortistas es un poco particular, pero representativo (y cómodo para mí,
concedo): cualquier progresista «sabe» que «todos los hombres son iguales», y que es una injusticia
que clama al cielo suponer que un premio Nobel ario es «más hombre» que un indígena Down de una tribu
africana; y que, por otro lado, matar a un hombre es un crimen. Pero al mismo tiempo «sabe» que la mujer tiene derecho
a abortar. Racionalizar esto, le llevaría a afirmar que «ser hombre» es algo que admite grados
(de manera que un feto de pocos días «no es hombre», de varios meses «casi no es», el recién nacido
«casi es», y así). Lo cual «no cierra».
Una aporía, una incomodidad intelectual la mayoría ocultarán bajo
la alfombra, en la esperanza de que algún filósofo posmoderno francés sabrá responder, hoy o mañana.
Y, abortismos aparte, el axioma de «todos los hombres son iguales» se topa con objeciones más filosóficas,
pero igualmente evidentes: la del nominalismo (y, como decía Borges con involuntario cinismo,
«hoy todos somos nominalistas»). Según todos los modernos
«sabemos»,
todo concepto genérico corresponde a una abstracción
aproximativa, y no a una realidad (puesto que -digamos- «silla» es una palabra -convencional- que designa
una serie de características según la cual pueden clasificarse -con un grado de pertenencia mayor o menor-
las cosas del universo; y es obvio que al romper una silla puede ir haciéndole perder su «silleidad» por grados,
sin que exista un momento preciso en que deje de ser una silla), de modo que lo mismo valdrá
para el concepto «hombre»; por lo cual el dogma de la igualdad de los hombres carece de significado.
Y otras dificultades más fuertes, e igualmente omnipresentes: la aporía del materialismo frente al criterio de verdad (en cuanto
consideramos al «pensamiento» como un simple proceso químico-neuronal, no es fácil determinar cómo
un pensamiento puede ser «verdadero» y otro «falso»; entre ellos, el pensamiento de que todo pensamiento
es un simple proceso químico-neuronal), y el del cientificismo y la ética (y el mecanicismo y la libertad):
(¿cuánta física cuántica tendremos que aprender para saber qué está bien y qué está mal?).
Insisto: no traigo estas aporías para refutar nada (no refutan nada); y las hay en otras sociedades, insisto.
Y todas tienen y tendrán respuestas, o intentos de respuestas.
La cuestión es que hay multitudes que conviven (o convivimos; pueden reemplazar la tercera persona del plural
por la primera en todo este post, si gustan) con estas incomodidades, sin muchas esperanzas de resolverlas;
multitudes que tratan de no mirarlas, para seguir «en la lucha»; que tienen miedo a vacilar y a estar en el error.
Y que sin saberlo esperan a alguien que, sin defraudarlos, confirmándolos en sus convicciones,
desate esos nudos. Algún sabio -de pasiones correctas, de pensamiento claro y de palabra segura-
que resuelva esas contradicciones y articule el discurso coherente y eficaz que en el fondo todos esperaban escuchar.
Y poder decir al resto de los hombres: escuchenlo, escuchenlo a él.
El público lleva muchísimo tiempo esperando, son enormes las ganas de romperse las manos aplaudiendo.
Sería una satisfacción y un alivio enorme.
Y nada.
El Anticristo… estará pensando alguno.
Sí, por que no.
Y Cristo, también [*].
Claro está.
Pero igual, es raro que no haya más maestros.
Teloneros, si quieren. Discípulos del Maestro, o ensayos del Anti.
No se ven maestros, ni con las minúsculas más minúsculas.
¿Será que uno es corto de vista?
Ahora… si pensamos más bien en los ensayos del Anti (y los tiempos, o la predisposición personal, empujan mayormente a eso), la ausencia de estos maestros podría ser un signo de consuelo (falta mucho…). Pero no es seguro de que
debamos ansiar que eso se demore. Y tampoco es seguro
que esa ausencia no sea parte de la escenografía,
una manera de aumentar esa sed, y ganar un aplauso
más fuerte.
Por eso digo, no sé si sentir alivio o temor.
[* Por cierto, Cristo es el único Maestro que trae las respuestas que necesitábamos. Pero no son las respuestas que esperábamos escuchar. Pega mucho más alto, o mucho más bajo. Muchos celosos fariseos encontraron sus respuestas muy por debajo de lo que esperaban. Quién sabe, tal vez algunos cristianos -y de los más ardientes- están esperando al Anticristo, y no lo saben]