Es domingo de Pascua. Atiende el teléfono y, con
tono irónico que fija posiciones (él conoce la mía,
debo suponer), me dice : «Veamos… ¿qué había que decir hoy?… Ah. Felices Pascuas. ¿No?».
«… Felices Pascuas», es todo lo que atino a contestar.
Y como si lo anterior no hubiera dejado las cosas suficientemente claras, remarca la burla musitando: «Estamos salvados…!».
Y pasamos
a otros temas más mundanos y menos hirientes.
A mí me queda el regusto amargo. Y tal vez a él también.
En otro caso —si estuviéramos lejos— la
tentación del desprecio habría sido demasiado
fuerte; en este caso —estamos muy cerca— no puedo ni quiero despreciar, gracias a Dios.
En otro caso —si yo fuera de esos conversadores hábiles que tienen la réplica fácil— habría sabido contestarle:
«Precisamente: es Pascua de Resurrección, y estamos salvados.«
De esas respuestas
que a uno se le ocurren con algunas
horas de atraso. Réplica verdadera, aguda, ganadora. Pero ¿útil? ¿edificante? ¿caritativa?.
Puede que sí, puede que no. En mi caso, me temo,
más bien habría sido una falta de delicadeza, una forma refinada de desprecio…
Por eso, creo que no tener esa habilidad de disparar
respuestas rápidas y agudas es una bendición.
Para mí, al menos.