«Sois un «maravilloso artífice del Verbo»»,
me escribe —con mayúscula—
un joven y ya incurable cretino.
Así es como deben hablar los demonios a sus cautivos, en el lugar del infierno donde crepitan eternamente los imbéciles.
Es el tipo de invectiva que más lo caracteriza (o caricaturiza).
Eso, y su exaltación mística… literaria. Grandilocuencia
romántica … «truenos de utilería y pasmos abismales demasiado continuos» (Castellani dixit).
Así es como deben hablar los demonios a sus cautivos, en el lugar del infierno donde crepitan eternamente los imbéciles.
Sí. Pero, la imagen que yo tengo de él contiene algo más. No sólo su vida, terriblemente dura. Sobre todo (hablo por mí, repito) esa caridad y esa sencillez que se trasparenta en tantas otras notas y cartas. A veces, incluso, sin literatura.
A mi flamante amigo Pierre Termier, que me
dado un folleto sumamente docto, de su autoría
«Síntesis geológica de los Alpes». Necesidad
de confesar mi ignorancia.
Caro amigo:
Su ciencia me sorprende y me humilla. Yo me siento infinitamente empequeñecido en presencia de los fenómenos «orogénicos» y me declaro absolutamente incapaz de distinguir el «fragmento de recuperación» del «fragmento de acarreo». Por lo que respecta a la «edad mezozoica» o «neozoica», los «esquistos lustrosos» y sobre todo a «la serie cristalofiliana comprensiva», debo reconocer que tales expresiones me dejan boquiabierto y atontado.
Me he visto forzado, pues, a cerrar su libro con tristeza, renunciando a saber lo que es un «pliegue» o un «sinclinal», tantas otras cosas hermosísimas, que me serán explicadas en el Paraíso.
Tan sólo una página, la última, ha podido escapar del desastre, puesto que me habla de los Libros Santos. Pero su luz no alcanza a iluminarme sus terribles caminos. Empero, mucho hubiera deseado seguirlo, mi estimado Termier.
Discúlpeme por ser sólo un viejo burro lleno de afecto, y tenga la seguridad de mis ruegos, por usted y los suyos, dichos cada mañana, sobre la Montaña de los Mártires y el Sagrado Corazón.
Y esta carta de junio de 1905, a un par
de nuevos admiradores que le habían enviado
algún dinero por carta, junto con el ofrecimiento
de ayuda y amistad:
Caro amigo:
Su ciencia me sorprende y me humilla. Yo me siento infinitamente empequeñecido en presencia de los fenómenos «orogénicos» y me declaro absolutamente incapaz de distinguir el «fragmento de recuperación» del «fragmento de acarreo». Por lo que respecta a la «edad mezozoica» o «neozoica», los «esquistos lustrosos» y sobre todo a «la serie cristalofiliana comprensiva», debo reconocer que tales expresiones me dejan boquiabierto y atontado.
Me he visto forzado, pues, a cerrar su libro con tristeza, renunciando a saber lo que es un «pliegue» o un «sinclinal», tantas otras cosas hermosísimas, que me serán explicadas en el Paraíso.
Tan sólo una página, la última, ha podido escapar del desastre, puesto que me habla de los Libros Santos. Pero su luz no alcanza a iluminarme sus terribles caminos. Empero, mucho hubiera deseado seguirlo, mi estimado Termier.
Discúlpeme por ser sólo un viejo burro lleno de afecto, y tenga la seguridad de mis ruegos, por usted y los suyos, dichos cada mañana, sobre la Montaña de los Mártires y el Sagrado Corazón.
Señores (o señor y señorita, porque ese nombre
«Raïssa» me sorprende y desconcierta):
La carta de ustedes, tan simple y afectuosa, me ha emocionado sobremanera.
Nada me cuesta declarar que los veinticinco francos llegaron oportunamente. Esa mañana había tenido que pedir prestada una pequeña suma al peluquero para el almuerzo de mi mujer y mis hijas.
No hay nada de temerario en el hecho de aspirar a mi amistad. Si son ustedes almas vivientes, como presumo, cuantan desde ya con el cariño de este viejo hombre de dolor, que estará encantado de conocerlos. […]
El mes próximo cumpliré los cincuenta y nueve años, y todavía lucho por mi pan; sin embargo, he podido socorrer y consolar a muchas almas, y esto es un paraíso para mi corazón.
La pareja en cuestión, con veinte años,
recién salidos de la Sorbona, agnósticos,
cultos y desesperados (planes de suicidio incluidos),
eran Jacques Maritain y su mujer.
Un año después los dos (más la hermana de Raïssa,
Vera) recibían el bautismo, con Bloy como padrino. La carta de ustedes, tan simple y afectuosa, me ha emocionado sobremanera.
Nada me cuesta declarar que los veinticinco francos llegaron oportunamente. Esa mañana había tenido que pedir prestada una pequeña suma al peluquero para el almuerzo de mi mujer y mis hijas.
No hay nada de temerario en el hecho de aspirar a mi amistad. Si son ustedes almas vivientes, como presumo, cuantan desde ya con el cariño de este viejo hombre de dolor, que estará encantado de conocerlos. […]
El mes próximo cumpliré los cincuenta y nueve años, y todavía lucho por mi pan; sin embargo, he podido socorrer y consolar a muchas almas, y esto es un paraíso para mi corazón.